Un derroche de humor negro. Cuando la ironía se subleva
contra la hipocresía. A pesar de haber sido escrito hace casi noventa años, a pesar
del cambio en las costumbres sociales, a pesar del relajamiento de la moralidad
victoriana imperante entonces, tenemos la impresión de que la “gente bien”
sigue bien apertrechada en sus puestos de combate, con fusiles de precisión y largo
alcance bien dispuestos para la defensa selectiva de ciertos intereses que la “gente
bien” considera inalienables por mandato divino.
Luego de casi un siglo de haber sido escrito este ensayo,
es casi imposible creer que nada haya cambiado. Por supuesto que ha habido
cambios, pero la moralina sigue “vivita y coleando”, como reza nuestro refrán popular
y siempre está dispuesta a salir del catafalco con sus rifles de fusilería y con
la firme intención de sofocar todo intento de cambiar las “sanas costumbres”.
Creo que si a Russell se le diera la venia del resucitar
para volver a contemplar hoy el panorama (lo cual es un supuesto negado) matizaría,
como es natural pensar, un tanto algunas de sus expresiones. Creo, por ejemplo, que sus palabras serían menos indulgentes
para con “los comunistas de Europa y los radicales extremistas y agitadores
sindicales en Estados Unidos”, toda vez que noventa años más de humana historia
han demostrado que los retadores del poder imperante o propiciadores de un supuesto
“nuevo orden social” no son más que una compañía de teatro especializada en
montar óperas bufas. En el fondo, las agrupaciones políticas de izquierda se
han convertido en sectas cuyos santuarios no son más que cuevas de Alí Babá. Y allí
hablan una jerga que en nada se compadece con la que vociferan en la plaza pública.
En fin, son matices creados por el devenir humano, pero en líneas
generales, el ensayo de Russell sigue siendo digno de aparecer en cualquier
buen tratado sobre la ironía o el humor negro.
Salud!
lacl
© lacl, 10/08/2019
© lacl, 10/08/2019
Bertrand Russell: Gente bien
Pienso escribir un
artículo celebrando a la gente bien. Pero el lector puede desear saber primero
quién es la gente que considero bien. Llegar a la cualidad esencial puede ser quizás un poco difícil,
por lo cual comienzo enumerando ciertos tipos comprendidos en la denominación.
Las tías solteras son invariablemente gente bien, en especial si son ricas; los
sacerdotes son gente bien, excepto en los raros casos que se escapan a
Sudáfrica con un miembro del coro después de simular un suicidio. Las
muchachas, siento decirlo, son raramente gente bien actualmente. Cuando yo era
joven, la mayoría de ellas lo eran; es decir, compartían las opiniones de sus
madres, no sólo acerca de los asuntos sino, lo que es más notable, acerca de
los individuos, incluso de los muchachos. Decían «Sí, mamá», «No, mamá», en los
momentos apropiados; amaban a sus padres porque éste era su deber, y a sus
madres porque evitaban que se desviasen lo más mínimo. Cuando se comprometían
para casarse, se enamoraban con decorosa moderación; una vez casadas, reconocían
como un deber el amar a sus esposos, pero daban a entender a las otras mujeres que aquél era
un deber que realizaban con gran dificultad. Se portaban bien con sus padres
políticos, aunque ponían en claro que otra persona menos amante del deber no lo habría hecho; no
hablaban mal de las otras mujeres, pero apretaban los labios de una forma que
indicaba que lo habrían hecho a no ser por su caridad angelical. Este tipo es
el que se llama una mujer pura y noble. El tipo, ay, ahora existe apenas
excepto entre las ancianas.
Afortunadamente, los
sobrevivientes tienen aún gran poder: presiden la educación, donde luchan, con
bastante éxito, para mantener una hipocresía victoriana; presiden la
legislación en lo relativo a los «problemas morales» y con ello han creado y fomentado la gran
profesión del contrabando de alcoholes; aseguran que los jóvenes periodistas
expresen las opiniones de las dignas ancianas en lugar de expresar las suyas, con
lo que aumenta el alcance del estilo de tales jóvenes y la variedad de su imaginación
psicológica. Mantienen vivos innumerables placeres que de otro modo habrían terminado
en el hastío: por ejemplo, el placer de oír malas palabras en el escenario y de ver en él una mayor
cantidad de piel desnuda de lo que se acostumbra. Especialmente, mantienen
vivos los placeres de la caza. En una población rural homogénea, como la de un condado inglés, la
gente está condenada a cazar zorros; esto es caro y a veces, peligroso. Además
el zorro no puede explicar claramente cuánto le disgusta que le cacen. En todos
estos respectos, la caza de seres humanos es un deporte mucho mejor, pero si no
fuera por la gente bien, sería difícil cazar seres humanos con la conciencia tranquila.
Los condenados por la gente bien son caza permitida; ante el grito del cazador,
los cazadores se reúnen y la víctima es perseguida hasta la cárcel o la muerte.
Especialmente bueno es el deporte cuando la víctima es una mujer, ya que se
satisface la envidia de las otras
mujeres y el sadismo de los hombres. Conozco en este momento una mujer
extranjera, que vive en Inglaterra, en una unión feliz y extralegal, con un hombre
que la ama y a quien ama; desdichadamente sus opiniones políticas no son lo conservadoras
que sería de desear, aunque sólo son meras opiniones, que no se traducen en
actos. Sin embargo, la gente bien se valió de esto para informar a Scotland
Yard y esa mujer va a ser devuelta a su país natal para que se muera de hambre.
En Inglaterra, como en Estados Unidos, el extranjero es una influencia
moralmente degradante, y todos tenemos una deuda de gratitud con la policía por
el cuidado que pone en que sólo los extranjeros excepcionalmente virtuosos
tengan permiso de residir entre nosotros.
No hay que suponer que
toda esa gente bien sean mujeres, aunque, claro está, es mucho más común que la
mujer sea bien y no el hombre. Aparte de los sacerdotes, hay muchos hombres bien. Por
ejemplo, los que han hecho una gran fortuna y ahora están retirados de los
negocios y gastan su fortuna en obras de caridad; los magistrados son también casi invariablemente
gente bien. Sin embargo, no puede decirse que todos los defensores de la ley y
el orden sean gente bien. Cuando yo era joven, recuerdo que una mujer bien
dijo, como un argumento contra la pena capital, que el verdugo no podía ser una
persona bien. Personalmente no he conocido a ningún verdugo, por lo cual no he podido
probar este argumento empíricamente. Sin embargo, conocí a una señora, que conoció
en el tren a un verdugo, sin saber quién era, y cuando le ofreció una manta, porque
hacía frío, él dijo: «Ah, señora, usted no haría esto si supiera quién soy», lo
cual parece demostrar que
después de todo era una persona bien. Esto, sin embargo, puede ser excepcional.
El verdugo de la obra de Carlos Dickens, Barnaby Rudge, que categóricamente no
es una persona bien, probablemente es más típico.
No creo, sin embargo,
que debamos estar de acuerdo con la mujer bien que cité hace un momento y
condenar la pena capital sólo porque el verdugo no suele ser una persona bien.
Para ser una persona bien es necesario estar protegido de los rudos contactos
con la realidad, y los destinados a realizar la protección no pueden compartir
lo que preservan. Imagínese, por ejemplo, un naufragio en un navío que
transporte diversos trabajadores de color;
las pasajeras de primera clase, todas ellas presumiblemente mujeres bien,
tienen que ser salvadas primero, pero, para que esto suceda, tiene que haber
hombres que impidan que los negros salten a los botes y esto es raro que lo consigan
por medios agradables. Las mujeres salvadas, en cuanto han sido salvadas, comenzarán
a lamentar la suerte de los pobres negros que se han ahogado, pero su ternura
es sólo posible por los hombres rudos que las defendieron.
En general, la gente
bien deja la policía del mundo en manos de asalariados, porque piensan que ese
trabajo no es propio de una persona bien. Sin embargo, hay un departamento que
no delegan, el departamento de la difamación y el escándalo. La gente podría ser
colocada en una jerarquía de bondad por el poder de su lengua. Si A habla
contra B y B habla contra A, se convendrá generalmente por la sociedad donde viven
que uno de ellos está ejercitando un deber público, mientras que el otro se
mueve por el despecho; el que ejercita el deber público es la persona más bien
de los dos. Así, por ejemplo, una profesora es más bien que su auxiliar, pero
la dama que ocupa un lugar en el Consejo de
Educación es más bien que las dos. Una charla bien dirigida puede quitar a su
víctima los medios de vida, e incluso cuando no se logra este resultado externo,
puede convertir en paria a una persona. Es, por lo tanto, una gran fuerza y debemos
estar agradecidos de que esté en manos de la gente bien.
La principal
característica de la gente bien es la costumbre laudable de mejorar la
realidad. Dios hizo el mundo, pero la gente bien piensa que ellos podrían
haberlo hecho mejor. Hay muchas cosas en la obra divina que, aunque sería
blasfemo desear que fueran de otro modo, convendría no mencionar. Los teólogos
han sostenido que si nuestros primeros padres no hubieran comido la manzana, la
raza humana habría sido producida por alguna
inocente forma de vegetación, como dice Gibbon. El plan divino, en este
respecto, es seguramente misterioso. Está muy bien mirarlo, como hacen los susodichos
teólogos, a la luz del castigo del pecado, pero lo malo de este criterio es que
mientras esto puede ser un castigo para la gente bien, los otros, ay, lo
encuentran muy agradable. Parecería, por lo tanto, como si el castigo estuviera
destinado a los que no les correspondía. Uno de los fines principales de la
gente bien es recompensar esta injusticia indudablemente no intencionada.
Tratan de asegurar que la forma de vegetación biológicamente ordenada se
practique furtiva o frígidamente y que los que la practiquen furtivamente, al
ser descubiertos, queden en poder de la gente bien, debido al daño que les
pueden causar con el escándalo. También tratan de conseguir que se sepa algo acerca
del tema de un modo decente; tratan de que el censor prohíba los libros y las
piezas teatrales que presenten el tema de un modo que no sea un motivo de
malévola burla; esto lo logran siempre que tengan en su mano las leyes y la
política. No se sabe por qué el Señor hizo el cuerpo humano como lo hizo, ya
que se supone que la omnipotencia podría
haberlo hecho de modo que no escandalizase a la gente bien. Sin embargo, quizás
hay una buena razón. En Inglaterra ha habido, desde el advenimiento de la industria textil
en Lancashire, una estrecha alianza entre los misioneros y el comercio del
algodón, pues los misioneros enseñan a los salvajes a cubrir el cuerpo humano,
y con ello aumentan la demanda de artículos de algodón. Si el cuerpo humano no tuviera
nada de vergonzoso, el comercio textil habría perdido esta fuente de ingresos. Este
ejemplo demuestra que no debemos temer nunca que la extensión de la virtud disminuya
nuestros beneficios.
El que inventó la frase
«la verdad desnuda» había percibido una importante relación. La desnudez
escandaliza a la gente honrada y lo mismo sucede con la verdad. Cualesquiera que sean los intereses
de uno, pronto se verá que la verdad es algo que la gente bien no admite en su
conciencia. Siempre que he tenido la desgracia de estar presente en un tribunal
durante la audiencia de un caso del cual yo tenía algún conocimiento de primera
mano, me ha sorprendido el hecho de que no hay una cruda verdad que pueda
penetrar en esos augustos portales. La verdad que penetra en la sala de un
tribunal no es la verdad desnuda sino la verdad con toga, tapadas sus partes
menos decentes. No digo que esto se aplique a los juicios de crímenes claros,
como el asesinato o el robo, sino a todos los que tienen un elemento de
prejuicio, como los juicios políticos, o los juicios por obscenidad. Creo, en
este respecto, que Inglaterra es peor que Norteamérica pues Inglaterra ha
perfeccionado el dominio casi invisible y semiinconsciente de todo lo desagradable
mediante los sentimientos de decencia. Si se quiere mencionar en un tribunal de justicia
cualquier hecho inasimilable, se hallará que el hacerlo es contrario a las
leyes de la prueba y que, no sólo el juez y el abogado de la parte contraria,
sino el propio abogado evitarán
que el hecho se mencione.
La misma clase de
irrealidad invade la política, debido a los sentimientos de la gente bien. Si
se trata de convencer a una persona bien de que un político de su partido es un
mortal ordinario, en nada mejor que el grueso de la humanidad, rechazará indignadamente
la sugestión. Por consiguiente, los políticos necesitan aparecer inmaculados.
En la mayoría de las ocasiones, los políticos de todos los partidos se unen tácitamente
para evitar que se sepa cualquier cosa que dañe a la profesión, pues la diferencia
de partido generalmente divide menos a los políticos de lo que los une la identidad
de profesión. De esta manera, la gente bien puede conservar la pintura amable de
los grandes hombres de la nación, y a los niños de la escuela se les puede
hacer creer que la eminencia sólo se alcanza mediante grandes virtudes. Hay, es
cierto, épocas excepcionales en que la política se hace realmente áspera y, en
todos los tiempos, hay políticos que no son considerados lo bastante
respetables para pertenecer a ese gremio extraoficial. Parnell, por ejemplo,
fue primero inútilmente acusado de colaborar con asesinos, y luego
victoriosamente convicto de un delito contra la moralidad, como el que, claro
está, ninguno de sus acusadores había soñado cometer. En nuestros días, los comunistas
en Europa y los radicales extremistas y agitadores sindicales en Estados Unidos están fuera del
palio; ninguna corporación de gente bien les admira y, si delinquen contra el
código convencional, no deben esperar merced. De este modo, las convicciones
morales de la gente bien se unen con la defensa de la propiedad, y así prueban
una vez más su inestimable valor.
La gente bien mira con
recelo el placer donde lo ve. Saben que el que aumentó la ciencia aumentó el
dolor, y por lo tanto suponen que al aumentar el dolor se aumenta la ciencia.
Por lo tanto, creen qué al difundir el dolor difunden la sabiduría; como la sabiduría
es más preciosa que los rubíes, se sienten justificados al pensar que realizan
el bien cuando hacen esto. Por ejemplo, construyen un parque de diversiones
infantiles con el fin de
convencerse de que son filantrópicos, y luego imponen tantas regulaciones para
su uso que ningún niño disfrutará allí como en la calle. Hacen cuanto pueden
para impedir que los teatros y lugares de recreo estén abiertos los domingos,
porque es el día en que se pueden utilizar. A las empleadas jóvenes se les
impide que hablen con los jóvenes. La gente más bien que yo he conocido ha
llevado esta actitud al seno de la familia y ha hecho que sus hijos jueguen
sólo a juegos instructivos. Sin embargo, lamento decirlo, este grado de bondad
se está haciendo menos común. Antiguamente se enseñaba a los niños que:
Dios con un golpe de su vara todopoderosa
envía
rápidamente al infierno a los jóvenes
pecadores,
y se entendía que esto
ocurriría si los niños eran turbulentos o se dedicaban a cualquier actividad no
aprobada por el clero. La educación basada en este punto de vista se expresa en
The Fairchild Family, una obra valiosísima acerca de cómo se puede producir
gente bien. Sin embargo, conozco muy pocos padres que en la actualidad vivan de
acuerdo con estas altas normas. Se ha hecho tristemente común el deseo de que
los niños disfruten, y es de temer que los que han sido educados de acuerdo con
estos relajados principios no muestren cuando sean mayores el adecuado horror
al placer.
Me temo que se esté
acabando la época de la gente bien; dos cosas la matan. La primera es la
creencia de que no hay peligro en ser feliz con tal de que no se haga daño a
nadie; la segunda es el asco
de la farsa, un asco tanto estético como moral. Ambas rebeldías fueron
fomentadas por la guerra, cuando la gente bien de todos los países estaban en
el gobierno, y en nombre de la más alta moralidad inducían a los jóvenes a
matarse los unos a los otros. Cuando todo hubo terminado, los sobrevivientes
comenzaron a preguntarse si las mentiras y las miserias inspiradas por el odio
constituían la más alta virtud. Me temo que pase algún tiempo antes de que se
les pueda convencer para que acepten esta doctrina fundamental de toda ética
realmente elevada.
La esencia de la gente
bien es que odian la vida tal como se manifiesta en las tendencias de
cooperación, en la turbulencia infantil y sobre todo en el sexo, cuyo pensamiento
les produce obsesión. En una palabra, la gente bien es la gente de mente sucia.
Betrand Russell, 1931
Buenos Aires, EDHASA,
1999
Traducción: Josefina Martínez Alinari
Bertrand Russell: Un mensaje para el futuro
That's The Way Of The World - Richard Tee
Màs vigente que nunca..! Especialmente en nuestro país y actuales circunstancias....
ResponderBorrarGracias.