Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
En lo particular a mí siempre me ha causado horror la estandarización de la cultura y las costumbres humanas. Me parece que eso conlleva a una pérdida de la identidad de la persona en tanto que individuo. Homogeneizar está demasiado cerca de los intentos por uniformar y serializar al resto de los mortales bajo un disfraz de normalidad. Pero es importante tomar nota la fecha de este ensayo de Bertrand Russell, ha sido publicado en 1930, cuando apenas hacía aparición la voz en el cine. No existía la televisión.
En la penúltima frase de este ensayo Bertrand Russell advierte del peligro de aplicar al presente y al futuro los ejemplos históricos. Creo que en la siguiente y última frase de este ensayo, Russell no contempló qué la tecnologización y, sobre todo, tecnocratización de la ciencia pudiera ser tan nefasta, como lo ha sido en las últimas décadas del segundo Milenio y en las principios de este incierto tercer milenio, en lo que al destino de la estirpe humana concierne.
Salud, lacl
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Homogeneidad moderna, Bertrand Russell.
(Escrito en 1930)
El viajero europeo que visita los Estados Unidos -al menos, si puedo juzgar por mí mismo- se sorprende por dos peculiaridades: primera, por la extrema similitud de puntos de vista en todas las partes de los Estados Unidos (excepto en el viejo Sur), y segunda, el apasionado deseo de cada localidad por demostrar que es peculiar y distinta de todas las demás. La segunda está determinada, desde luego, por la primera. Cada lugar desea tener una razón de orgullo local, y fomenta, por tanto, todo cuanto sea distintivo en el campo de la geografía, de la historia o de la tradición. Cuanto mayor es la uniformidad que en la realidad existe, más vehemente se hace la búsqueda de diferencias que puedan mitigarla. El viejo Sur es efectivamente distinto por completo del resto de la nación; tan distinto, que uno se siente como si hubiese llegado a un país diferente. Es agrícola, aristocrático y está volcado al pasado, en tanto que el resto de los Estados Unidos es industrial, democrático y mira al futuro. Cuando digo que los Estados Unidos, menos el Sur, es industrial, pienso inclusive en las zonas dedicadas casi por completo a la agricultura, porque la mentalidad del agricultor norteamericano es industrial. Emplea mucha maquinaria moderna; depende estrechamente del ferrocarril y del teléfono; tiene plena conciencia de los distantes mercados a los que llegan sus productos; de hecho, es un capitalista que muy bien podría dedicarse a otros negocios. Un labrador como los que existen en Europa y en Asia es algo prácticamente desconocido en los Estados Unidos. Esto es una gran bendición para el país, y quizá su más importante superioridad en comparación con el Viejo Mundo, porque el labrador es en todas partes cruel, avaricioso, conservador e ineficiente. He visto naranjales en Sicilia y naranjales en California; el contraste representa un período de unos dos mil años. Los naranjales sicilianos están alejados del ferrocarril y de los barcos; los árboles son viejos, nudosos y bellos; los métodos de cultivo, los de la antigüedad clásica. Los hombres son ignorantes y semisalvajes, descendientes mestizos de esclavos romanos y de invasores árabes; la inteligencia para con los árboles que les falta la compensan con la crueldad para los animales. Junto a su degradación moral y su incompetencia económica, aparece un sentido instintivo de la belleza que nos recuerda constantemente a Teócrito y el mito del jardín de las Hespérides. En un naranjal californiano, el jardín de las Hespérides parece muy remoto. Los árboles son todos exactamente iguales, están cuidadosamente atendidos y convenientemente distanciados. Las naranjas, es cierto, no son todas del mismo tamaño, pero una maquinaria minuciosa las selecciona de modo que automáticamente vengan a resultar exactamente iguales todas las de cada caja. Viajan sometidas a un tratamiento apropiado, realizado por máquinas apropiadas, situadas en lugares apropiados, hasta que son introducidas en un apropiado camión frigorífico, en el que son transportadas al mercado apropiado. La máquina estampa en ellas la palabra "Sunkist", pero de otro modo nada habría que sugiriera que la naturaleza ha tenido parte en su producción. Aun el clima es artificial, porque cuando, de otro modo, hubiese de sufrir las heladas, el naranjal es mantenido artificialmente caliente por una capa de humo. Los hombres dedicados a este tipo de agricultura no se consideran, como los agricultores de otros tiempos, resignados sirvientes de las fuerzas naturales; por el contrario, se sienten los amos, capaces de doblegar las fuerzas de la naturaleza a su voluntad. No existe, por tanto, en los Estados Unidos la misma diferencia que en el Viejo Mundo entre los puntos de vista de los industriales y los de los agricultores. La parte importante del ambiente en los Estados Unidos es la parte humana; por comparación, la parte no humana cae en la insignificancia. Me aseguraban constantemente en California del Sur que el clima había convertido en lotófagos a los habitantes, pero confieso que no vi muestras de ello. Me parecieron exactamente iguales a los habitantes de Minneapolis o Winnipeg, aunque el clima, el panorama y las condiciones naturales de las dos regiones fuesen todo lo distintos que cabe. Cuando consideramos la diferencia entre un noruego y un siciliano y la comparamos con la similitud entre un hombre de Dakota del Norte -digamos- y un hombre de la California meridional, nos damos cuenta de la inmensa revolución que ha producido en los asuntos humanos el hecho de que el hombre haya llegado a ser el amo, y no el esclavo del medio físico. Tanto Noruega como Sicilia tienen viejas tradiciones; tenían antiguas religiones precristianas que encarnaban las reacciones del hombre ante el clima, y cuando vino el cristianismo, inevitablemente, tomó formas muy distintas en cada país. Los noruegos temían al hielo y a la nieve; los sicilianos temían a la lava y a los terremotos. El infierno fue inventado en un clima meridional; si hubiese sido inventado en Noruega, hubiese sido frío. Pero ni en Dakota del Norte ni en California del Sur es el infierno una condición climática; en un sitio y en otro es una dificultad en el mercado de dinero. Esto ilustra la poca importancia del clima en la vida moderna.
Los Estados Unidos son un mundo hecho por el hombre; más aún: un mundo que el hombre ha hecho con maquinaria. No me refiero solamente al medio físico, sino también y en la misma medida a las ideas y a las emociones. Consideremos un asesinato realmente sensacional; el asesino, es verdad, puede ser primitivo en sus métodos; pero los que divulgan el conocimiento de su fechoría lo hacen sirviéndose de los últimos avances de la ciencia. No solamente en las grandes ciudades, sino en las granjas más solitarias de la pradera y en los campos mineros de las Rocosas, la radio difunde las últimas informaciones, de modo que la mitad de los temas de conversación en un día determinado son los mismos en todos los hogares del país. Mientras cruzaba las llanuras en el tren, tratando de no oír un altavoz que bramaba anuncios de jabón, un viejo granjero de rostro radiante se me acercó y dijo: "Hoy, adondequiera que vayamos, no podemos alejarnos de la civilización". ¡Ay! ¡Cuánta verdad! Trataba de leer a Virginia Woolf, pero los anuncios ganaron la partida.
La uniformidad en el aparato físico de nuestras vidas no sería asunto grave, pero la uniformidad en materia de pensamiento y opinión es mucho más peligrosa. Es, sin embargo, un resultado completamente inevitable de las modernas invenciones. La producción es más barata cuando se unifica y se hace en gran escala que cuando se divide en cierto número de pequeñas unidades. Esto vale tanto para la producción de opiniones como para la producción de alfileres. Las principales fuentes de opinión en los tiempos actuales son las escuelas, las iglesias, la prensa, el cine y la radio. La enseñanza en las escuelas elementales ha de hacerse inevitablemente más y más estandarizada cuanto mayor uso se haga de aparatos. Cabe suponer, creo, que tanto el cine como la radio representarán un papel rápidamente creciente en la educación escolar en el futuro próximo. Esto significa que las lecciones serán preparadas en un centro y serán exactamente las mismas allí donde el material preparado en este centro sea utilizado. Algunas iglesias, me dicen, envían todas las semanas un modelo de sermón a los menos educados de sus clérigos, quienes, si son gobernados por las leyes corrientes de la naturaleza humana, agradecerán, sin duda, el que se les evite la molestia de componer un sermón propio. Este sermón modelo, por supuesto, trata de algún tema candente del momento y tiene por finalidad levantar una ola de determinada emoción a todo lo largo y lo ancho del territorio. Lo mismo puede decirse, en más alto grado, de la prensa, que recibe en todas partes las mismas noticias telegráficas, y está en gran parte sindicada. Los juicios críticos acerca de mis obras, según he descubierto, son, excepto en los mejores periódicos, literalmente los mismos de Nueva York a San Francisco y de Maine a Tejas, salvo que se van haciendo más cortos a medida que nos desplazamos del nordeste al sudoeste.
Quizá el mayor de todos los poderes unificadores en el mundo moderno sea el cine, ya que su influencia no queda limitada a Norteamérica, sino que penetra en todas las partes del mundo, excepto en la Unión Soviética, que tiene, no obstante, su propia aunque distinta uniformidad. El cine da cuerpo en un sentido amplio, a la opinión de Hollywood acerca de lo que gusta en el Medio Oeste. Nuestras emociones en relación con el amor y el matrimonio, el nacimiento y la muerte, se van estandarizando de acuerdo con esta receta. Para los jóvenes de todos los países, Hollywood representa la última palabra en modernidad, que exhibe tanto los placeres de los ricos como los métodos a adoptar para adquirir riquezas. Supongo que las películas habladas nos llevarán en poco tiempo a la adopción de un lenguaje universal, que será el de Hollywood.
La uniformidad no se da en los Estados Unidos solamente entre los relativamente ignorantes. Lo mismo ocurre, aunque en un grado ligeramente menor, con la cultura. Visité librerías en todos los lugares del país, y en todas partes hallé los mismos libros de más venta expuestos en sitios destacados. Por lo que puedo juzgar, las señoras cultas de los Estados Unidos compran cada año alrededor de una docena de libros, la misma docena en todas partes. Para un autor, éste es un estado de cosas muy satisfactorio, con tal de que sea uno de los doce. Pero, ciertamente, ello señala una diferencia con respecto a Europa, donde hay muchos libros que se venden poco, antes que unos pocos que se venden mucho.
No se debe suponer que la tendencia a la uniformidad sea completamente buena ni completamente mala. Tiene grandes ventajas, y también grandes desventajas; su ventaja principal es, por supuesto, que crea una población capaz de cooperación pacífica; su gran desventaja es que crea una población inclinada a la persecución de minorías. Probablemente, este último defecto sea temporal, ya que cabe imaginar que dentro de poco ya no haya minorías. Depende, en gran medida, desde luego, de cómo se alcance la uniformidad. Tomemos, por ejemplo, lo que se hace en las escuelas con los italianos del sur. Los italianos meridionales se han distinguido a través de la historia por sus crímenes, sus estafas y su sensibilidad estética. Las escuelas públicas los curan, efectivamente, de la última de las tres cosas, y en este aspecto los asimilan a la población nativa de los Estados Unidos; pero, con respecto a las otras dos cualidades distintivas, sospecho que el éxito de las escuelas es menos señalado. Esto ilustra los peligros de la uniformidad como objetivo: las buenas cualidades se destruyen más fácilmente que las malas, y, en consecuencia, es más fácil llegar a la uniformidad rebajando el nivel medio. Es claro que un país con una gran población extranjera debe tratar, por medio de sus escuelas, de asimilar a los hijos de los inmigrantes, y, por tanto, es inevitable un cierto grado de americanización. Es, sin embargo, de lamentar, el que una parte tan grande de este proceso haya de realizarse por medio de un nacionalismo algo agresivo. Los Estados Unidos son ya el país más poderoso del mundo, y su preponderancia crece constantemente. Este hecho inspira temor en Europa, naturalmente, y el temor se ve incrementado por todo lo que sugiere nacionalismo militante. Tal vez el destino de Norteamérica sea enseñar buen sentido político a Europa, pero mucho me temo que el alumno no deje de mostrarse refractario.
La tendencia norteamericana a la uniformidad va unida a mi parecer, a una concepción equivocada de la democracia. Parece ser que en los Estados Unidos se sostiene, en general, que la democracia exige la igualdad de todos los hombres, y que si un hombre es distinto de otro en algún aspecto, se "exalta" como superior a aquel otro. Francia es tan completamente democrática como Estados Unidos, y, sin embargo, esta idea no existe en Francia. El médico, el abogado, el sacerdote, el funcionario público, son en Francia tipos distintos; cada profesión tiene sus tradiciones propias y sus propias características, y no por ello se estima superior a otras profesiones. En los Estados Unidos, todos los profesionales están asimilados al tipo del hombre de negocios. Es como si tuviésemos que decretar que una orquesta debe estar formada solamente por violines. No parece haber una comprensión justa del hecho de que la sociedad tiene que ser un sistema o un organismo en el que los distintos órganos desempeñen papeles diferentes. Imaginaos al ojo y al oído discutiendo si es mejor ver u oír y decidiendo ambos no hacer una cosa ni otra, ya que ninguno puede hacer las dos. Esto, me parece, sería la democracia tal como se la entiende en los Estados Unidos. Existe una extraña envidia por cualquier clase de excelencia que no pueda ser universal, excepto, por supuesto, en la esfera del atletismo y del deporte, donde la aristocracia es aclamada con entusiasmo. Parece que el norteamericano medio fuese más capaz de humildad en relación con sus músculos que en relación con su cerebro; quizá esto se deba a que su admiración por los músculos es más profunda y auténtica que su admiración por el cerebro. El diluvio de libros de divulgación científica en los Estados Unidos está inspirado, en parte, aunque, por supuesto, no en su totalidad, en la falta de predisposición a admitir que hay algo en la ciencia que sólo los expertos pueden entender. La idea de que pueda ser necesaria una preparación especial para comprender, digamos, la teoría de la relatividad, causa una especie de irritación, en tanto que a nadie irrita el hecho de que se requiera un entrenamiento especial para llegar a ser un jugador de fútbol de primera categoría.
La preeminencia lograda es quizá más admirada en los Estados Unidos que en ningún otro país, y, sin embargo, el camino que conduce a -cierta clase de preeminencia se hace muy penoso para los jóvenes, porque la gente es intolerante con cualquier excentricidad o con cualquier cosa que pueda ser considerada como "autoexaltación", a menos que la persona afectada lleve ya la etiqueta de "eminente". Como consecuencia de ello, muchos de los triunfadores que más se admiran son difíciles de producir y deben ser importados de Europa. Este hecho está estrechamente relacionado con la normalización y la uniformidad. El mérito excepcional, especialmente en el terreno artístico, está sentenciado a tropezar con grandes obstáculos en la juventud, puesto que se espera que todos sepan conformarse exteriormente a un modelo establecido por el ejecutivo con éxito.
La estandarización, aunque pueda tener desventajas para el individuo excepcional, probablemente aumente la felicidad del hombre medio, puesto que puede emitir sus opiniones con la certeza de que serán semejantes a las de su oyente. Por otra parte, facilita la cohesión nacional y hace a los políticos menos amargos y violentos que donde existen diferencias más señaladas. No creo posible formular un balance de pérdidas y ganancias, pero creo probable que la estandarización que hoy existe en los Estados Unidos exista en toda Europa cuando el mundo se mecanice más. Por tanto, los europeos que juzguen un defecto norteamericano tal uniformidad deberían darse cuenta de que están juzgando un defecto del futuro de sus propios países y de que se están oponiendo a una tendencia inevitable y universal de la civilización. Sin duda alguna, el internacionalismo se hará más fácil si las diferencias entre naciones se reducen, y si alguna vez se estableciera el internacionalismo, la cohesión social adquiriría una enorme importancia para la preservación de la paz interna. Hay cierto riesgo, que no se puede negar, de una inmovilidad análoga a la del Bajo Imperio romano. Pero, como contra ésta, podemos contar con las fuerzas revolucionarias de la ciencia y de la técnica modernas. A menos que se produzca una decadencia intelectual universal, estas fuerzas, que constituyen una nueva característica del mundo moderno, harán imposible la inmovilidad e impedirán ese estancamiento que hizo presa de los grandes imperios del pasado. Es peligroso aplicar al presente y al futuro los ejemplos históricos, habida cuenta del cambio total introducido por la ciencia. No veo, por tanto, razón alguna para un improcedente pesimismo, a pesar de que la estandarización pueda ofender los gustos de aquellos que no están acostumbrados a ella.
... los párpados caen vencidos por el peso del insomnio ... la mano se alza en el último instante para, en el postrer esfuerzo de un guerrero, sumir la vela en el misterio, sombra del sueño ... la otra mano adrede ha dejado un dedo anclado entre las páginas del libro ... es porcelana (tersa, afable al tiento) del pocillo dónde has bebido café ... se siente a gusto el dedo allí ... anclado en un remolino del aire ... no alcanzas a ver el fondo de la taza ... pues no quieres ver abriendo los ojos, sino seguir viendo en la oscuridad del párpado cerrado, que es como se puede ver ... si hay llanto o borra de café es algo que se borra en la selva en que incursionas ... vibra un rumor de sombras salvajes allí donde estás ... has estado allí hace dos milenios ... es noche ... los trirremes de las tropas invasoras descansan a la orilla del río, luego de haber vadeado y azotado las costas durante toda una jornada agraciada por el sol ... no eres parte de la tropa ... tampoco eres el salvaje que se oculta en la espesura ... eres el ojo que todo lo ve ... el ojo del milagro y del espanto ...
Borges y Rulfo, una nota sobre su encuentro en México.
Se trata de una nota firmada por Edgardo Bermejo Mora, que recogí hace varios años en el océano cibernauta, a objeto de reproducirla en este blog. Me pareció tan simpática que quise archivarla con miras a, humildemente, divulgarla. Se había quedado, como otro océano de cosas, en el tintero. Hace varios meses que la tengo en el borrador, sin darle impulso al botoncito de publíquese. Coincidimos con Bermejo en su apreciación sobre este par de admirados señores, Borges/Rulfo, Rulfo/Borges, en lo que concierne a la consustanciación tendida entre sus vidas y sus letras. Escribieron como vivieron. Ante todo, la honra moral y una nobleza del sentir, distinguieron sus vidas como enseñas o estandartes; cuestión de principios muy probablemente devenidos de una educación familiar y sentimental, al día de hoy, muy venida a menos. Vayan, pues, en tributo de Rulfo y de Borges estos documentos. Me parecen una materia principalísima a resguardar, aunque sea para el puñado de una humana minoría. Que no por ello dejarán de ser ciertas y nobles las bondades de la vida.
Salud, lacl
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Borges y Rulfo conversan, Edgardo Bermejo Mora
Para Rogelio Cuéllar, fotógrafo de Borges, en su cumpleaños
En mi geografía literaria dos autores ocupan las ciudades capitales: Juan Rulfo y Jorge Luis Borges. Este mes que Borges cumple tres décadas de haber muerto, para recordarlo —y recordar a Rulfo— rescato aquí un texto magnífico que en 1996 publicó en su número de arranque la revista Fractal, fundada y dirigida por Ilán Semo.
Fractal fue —entiendo que desde 2014 dejó de publicarse— una de esas publicaciones mexicanas que en la mejor tradición secular, dialogaron, sintetizaron, divulgaron y pusieron en crisis al espíritu de la época.
El texto hace referencia a la famosa visita de Borges a la Ciudad de México en 1973. En dicha ocasión, por cierto, el maestro Rogelio Cuéllar a quien dedico estas líneas, logró un retrato inusual del gran escritor argentino en los sanitarios del Antiguo Colegio de San Ildefonso, del que hablaremos en otra ocasión.
Tiene un sabor de mito y de leyenda urbana imaginar una conversación entre ambos. Pocos autores como Borges y Rulfo pueden ser al mismo tiempo una voz literaria y una personalidad literaria totalmente imbricada en una misma cosa: actuaban, se comportaban, conversaban, soñaban y respiraban tal como escribían. Dos universos literarios contenidos en el espacio de un cuerpo humano, dos obsesiones, dos reinvenciones del lenguaje, que una buena tarde de 1975 se encontraron por un breve momento.
Reproduzco aquí la conversación que Fractal logró reconstruir y publicar hace veinte años y el texto introductorio.
“Jorge Luis Borges visitó la Ciudad de México en 1973. Amable, accedió a todos los «impiadosos compromisos» que, según sus palabras, «confundían a un modesto autor con un pésimo actor». De la breve entrevista que sostuvo con el Licenciado Luis Echeverría se sabe poco. El extinto periodista colombiano Miguel Cantero le preguntó meses después por la impresión que le causó el mandatario. A lo cual Borges respondió: «Nunca me tome en serio. Pero si ése es el presidente, prefiero no imaginar al gobierno». A su llegada al país, el escritor argentino «pidió un favor» a sus anfitriones. Quería hablar con Juan Rulfo. Le sugirieron entonces un desayuno. «Pido clemencia —respondió—. Prefiero los atardeceres. Las mañanas me derrotan. Ya no tengo el brío ni las fuerzas para entregar al día lo que se merece. Hoy el crepúsculo me sienta mejor. Sólo quiero conversar con mi amigo Rulfo».
Reproducimos la conversación sin reclamo alguno de precisión. Las fuentes son demasiado vagas para permitirlo:
RULFO: Maestro, soy yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos.
BORGES: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro», dígame Jorge Luis.
RULFO: Qué amable. Usted dígame entonces Juan.
BORGES: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.
RULFO: No, eso sí que no. Juan, cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.
BORGES: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
RULFO: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
BORGES: Entonces no le ha ido tan mal.
RULFO: ¿Cómo así?
BORGES: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.
RULFO: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.
BORGES: Le voy a confesar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comala.
Su título puede llevarnos a confusión, pero no es un libro de autoayuda, pueden estar seguros de ello; aunque de mucha ayuda pueda resultar para todo lector que se le acerque. Russell escribe con una prosa diáfana y sencilla. Cuento con dos traducciones, aquella que conocí en los 80, editada por Austral y traducida por José Luis Aranguren y y otra posterior editada en el año 2000 y publicada por Random House en traducción del señor Juan Manuel Ibeas. Ante una prosa tan diáfana y sencilla, como la que describo, la segunda traducción parece más una recreación de la primera, así que ambas pueden ser leídas sin menoscabo del entendimiento; aunque yo, en lo personal, prefiero la traducción que conocí primero, aunque debo aclarar que no es ésa precisamente la que acá divulgamos, debido a que no he podido transcribirla, como sería mi gusto. Es un libro que no me canso de encomiar, de tal libro hemos dado noticias, ya un par de veces, en este mismo blog; muy necesaria es su lectura, a nuestro humilde modo de ver.
Salud, lacl
Bertrand Russell, El hombre feliz. Último capítulo de LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD
XVII
EL HOMBRE FELIZ
La felicidad, esto es evidente, depende en parte de circunstancias externas y en parte de uno mismo. En este libro nos hemos ocupado de la parte que depende de uno mismo, y hemos llegado a la conclusión de que, en lo referente a esta parte, la receta de la felicidad es muy sencilla. Muchos opinan —y entre ellos creo que debemos incluir al señor Krutch, de quien hablamos en el Capítulo 2— que la felicidad es imposible sin creencias más o menos religiosas. Muchas personas que son desdichadas creen que sus pesares tienen causas complicadas y sumamente intelectualizadas. Yo no creo que esas cosas sean auténticas causas de felicidad ni de infelicidad; creo que son solo síntomas. Por regla general, la persona desgraciada tiende a adoptar un credo desgraciado, y la persona feliz adopta un credo feliz; cada uno atribuye su felicidad o su desdicha a sus creencias, cuando ocurre justamente al revés. Hay ciertas cosas que son indispensables para la felicidad de la mayoría de las personas, pero se trata de cosas simples: comida y cobijo, salud, amor, un trabajo satisfactorio y el respeto de los allegados. Para algunas personas también es imprescindible tener hijos. Cuando faltan estas cosas, solo las personas excepcionales pueden alcanzar la felicidad; pero si se tienen o se pueden obtener mediante un esfuerzo bien dirigido, el que sigue siendo desgraciado es porque padece algún desajuste psicológico que, si es muy grave, puede requerir los servicios de un psiquiatra, pero que en los casos normales puede curárselo el propio paciente, con tal de que aborde la cuestión de la manera correcta. Cuando las circunstancias exteriores no son decididamente adversas, la felicidad debería estar al alcance de cualquiera, siempre que las pasiones e intereses se dirijan hacia fuera, y no hacia dentro. Por tanto, deberíamos proponernos, tanto en la educación como en nuestros intentos de adaptarnos al mundo, evitar las pasiones egocéntricas y adquirir afectos e intereses que impidan que nuestros pensamientos giren perpetuamente en torno a nosotros mismos. Casi nadie es capaz de ser feliz en una cárcel, y las pasiones que nos encierran en nosotros mismos constituyen uno de los peores tipos de cárcel. Las más comunes de estas pasiones son el miedo, la envidia, el sentimiento de pecado, la autocompasión y la auto admiración. En todas ellas, nuestros deseos se centran en nosotros mismos: no existe auténtico interés por el mundo exterior, solo la preocupación de que pueda hacernos daño o deje de alimentar nuestro ego. El miedo es la principal razón de que la gente se resista a admitir los hechos y esté tan dispuesta a envolverse en un cálido abrigo de mitos. Pero las espinas desgarran el abrigo y por los desgarrones penetran ráfagas de viento frío, y el que se había acostumbrado a estar abrigado sufre mucho más que el que se ha endurecido habituándose al frío. Además, los que se engañan a sí mismos suelen saber en el fondo que se están engañando, y viven en un estado de aprensión, temiendo que algún acontecimiento funesto les obligue a aceptar realidades desagradables. Uno de los peores inconvenientes de las pasiones egocéntricas es que le quitan mucha variedad a la vida. Es cierto que al que solo se ama a sí mismo no se le puede acusar de promiscuidad en sus afectos; pero al final está condenado a sufrir un aburrimiento insoportable por la invariable monotonía del objeto de su devoción. El que sufre por el sentimiento de pecado padece una variedad particular de narcisismo. En todo el vasto universo, lo único que le parece de capital importancia es que él debería ser virtuoso. Un grave defecto de ciertas formas de religión tradicional es que han fomentado este tipo concreto de absorción en uno mismo.
El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que es libre en sus afectos y tiene amplios intereses, el que se asegura la felicidad por medio de estos intereses y afectos que, a su vez, le convierten a él en objeto del interés y el afecto de otros muchos. Que otros te quieran es una causa importante de felicidad; pero el cariño no se concede a quien más lo pide. Hablando en general, recibe cariño el que lo da. Pero es inútil intentar darlo de manera calculada, como quien presta dinero con interés, porque un afecto calculado no es auténtico, y el receptor no lo siente como tal.
¿Qué puede hacer un hombre que es desdichado porque está encerrado en sí mismo? Mientras siga pensando en las causas de su desdicha, seguirá estando centrado en sí mismo y no podrá salir del círculo vicioso; si quiere salir, tendrá que hacerlo mediante intereses auténticos, no mediante intereses simulados que se adoptan solo como medicina. Aunque esto es verdaderamente difícil, es mucho lo que se puede hacer si uno ha diagnosticado correctamente su problema. Si el problema se debe, por ejemplo, al sentimiento de pecado, consciente o inconsciente, lo primero es convencer a la mente
consciente de que no hay ningún motivo para sentirse pecador; y, a continuación, utilizando la técnica que hemos comentado en anteriores capítulos, implantar esta convicción racional en la mente subconsciente, manteniéndose mientras tanto ocupado con alguna actividad más o menos neutra. Si consigue disipar el sentimiento de pecado, es posible que surjan espontáneamente intereses verdaderamente objetivos. Si el problema es la autocompasión, puede aplicarle el mismo tratamiento, después de haberse convencido de que su caso no es tan extraordinariamente desgraciado. Si el problema es el miedo, puede practicar ejercicios para adquirir valor. El valor en la guerra está reconocido desde tiempos inmemoriales como una virtud importante, y gran parte de la formación de los niños y los jóvenes se ha dedicado a moldear un tipo de carácter capaz de entrar en combate sin miedo. Pero el valor moral y el valor intelectual se han estudiado mucho menos; y, sin embargo, también tienen su técnica. Oblíguese a reconocer cada día al menos una verdad dolorosa; comprobará que es tan útil como la buena acción diaria de los boy scouts.
Aprenda a sentir que la vida valdría la pena vivirla aunque usted no fuera —como desde luego es— incomparablemente superior a todos sus amigos en virtudes e inteligencia. Los ejercicios de este tipo, practicados durante varios años, le permitirán por fin admitir hechos sin acobardarse, y de este modo le liberarán del dominio del miedo en muchísimas circunstancias. La cuestión de qué intereses objetivos surgirán en nosotros
cuando hayamos vencido la enfermedad del egocentrismo hay que dejarla al funcionamiento espontáneo de nuestro carácter y a las circunstancias externas. No hay que decirse de antemano «yo sería feliz si pudiera dedicarme a coleccionar sellos», y ponerse de inmediato a coleccionarlos, porque puede ocurrir que la colección de sellos no nos resulte nada interesante. Solo puede sernos útil lo que verdaderamente nos interesa, pero podemos estar seguros de que encontraremos intereses objetivos en cuanto hayamos aprendido a no vivir inmersos en nosotros mismos.
La vida feliz es, en muy gran medida, lo mismo que la buena vida. Los moralistas profesionales insisten mucho en la abnegación, y se equivocan al insistir en eso. La abnegación deliberada le deja a uno absorto en sí mismo, intensamente consciente de lo que ha sacrificado; como consecuencia, muchas veces fracasa en su objetivo inmediato y casi siempre en su propósito último. Lo que se necesita no es abnegación, sino ese modo de dirigir el interés hacia fuera que conduce de manera espontánea y natural a los mismos actos que una persona absorta en la consecución de su propia virtud solo podría realizar por medio de la abnegación consciente. He escrito este libro como hedonista, es decir, como alguien que considera que la felicidad es el bien, pero los actos recomendados desde el punto de vista del hedonista son, en general, los mismos que recomendaría un moralista sensato.
El moralista, sin embargo, suele tender —aunque, desde luego, no en todos los casos— a dar más importancia al acto que al estado mental. Los efectos del acto sobre el agente
serán muy diferentes, según su estado mental en el momento. Si vemos un niño que se ahoga y lo salvamos obedeciendo un impulso directo de ayudar, no habremos perdido nada desde el punto de vista moral. En cambio, si nos decimos «es una virtud ayudar a los que están en apuros y yo quiero ser virtuoso; por tanto, debo salvar a ese niño», seremos peores después de salvarlo que antes de hacerlo. Lo que se aplica a este caso extremo se puede aplicar a otros muchos casos menos obvios.
Existe otra diferencia, algo más sutil, entre la actitud ante la vida que yo recomiendo y la que recomiendan los moralistas tradicionales. El moralista tradicional, por ejemplo, dirá que el amor no debe ser egoísta. En cierto sentido, tiene razón; es decir, no debe ser egoísta más allá de cierto punto, pero no cabe duda de que debe ser de tal condición que su éxito suponga la felicidad del que ama. Si un hombre le propusiera a una mujer casarse con él explicando que es porque desea ardientemente la felicidad de ella y porque, además, la relación le proporcionaría a él grandes oportunidades de practicar la abnegación, no creo yo que la mujer se sintiera muy halagada. No cabe duda de que debemos desear la felicidad de aquellos a quienes amamos, pero no como alternativa a la nuestra. De hecho, toda la antítesis entre uno mismo y el resto del mundo implícita en la doctrina de la abnegación, desaparece en cuanto sentimos auténtico interés por personas o cosas distintas de nosotros mismos. Por medio de estos intereses, uno se llega a sentir parte del río de la vida, no una entidad dura y aparte, como una bola de billar que no mantiene con sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de integración; hay desintegración en el yo cuando falla la coordinación entre la mente consciente y la subconsciente; hay falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos. El hombre feliz es el que no sufre
ninguno de estos dos fallos de unidad, aquel cuya personalidad no está escindida contra sí misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciudadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la muerte porque en realidad no se siente separado de los que vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha.
Una necesaria y esclarecedora nota de George Steiner sobre este difícil encuentro entre Celan y Heidegger, aún cuando Steiner se anticipa a dejar en claro que una laguna de interrogantes se mantiene allí y quizás no podrá ser nunca despejada, en lo que concierne a una relación entre el poeta y el filósofo. Nombrar y develar son dos palabras clave sobre las que se apoya Steiner en su argumentación sobre el lenguaje y los sutiles puntos de unión entre el poeta y el filósofo. La glosa de Steiner, sí bien no da cuartel, pues dice las cosas por su nombre, es una joya de la ponderación.
Salud, lacl.
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Publicado por primera vez en el Suplemento Literario de la revista The Times, 1 de octubre de 2004. Publicado luego en español en Bloghemia. * (Traductor, Juan Manuel Gómez)
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Para los Presocráticos, la poesía y la filosofía eran lo mismo. Las conjeturas cosmológicas y las argumentaciones eran expuestas en verso. El problema comenzó con la discriminación categórica que hizo Platón entre “las verdaderas funciones” del discurso filosófico y la pedagogía, por un lado, y la ficción, incluso irresponsable, a la que la poesía y sus rapsodias eran inevitablemente propensas, por el otro. El sentido inicial de armonía entre la filosofía sistemática y la expresión poética nunca ha estado por completo perdido. Se manifiesta en los escritos de Lucrecio, Pope o Voltaire. Repetidas veces, en sus diarios y cuadernos de notas, Wittgenstein expresa el deseo de que sus intuiciones filosóficas pudieran encontrar una articulación adecuada en poesía (Dichtung). Pero el vínculo ha sido cada vez más incómodo. Grandes maestros de la filosofía, como Descartes o Spinoza, hablan por muchos filósofos cuando sugieren que el ideal del análisis filosófico debiera ser el de las matemáticas o el de la abstracción sin compromiso de la lógica. Mallarmé (lector atento de Hegel) replicaba con agudeza que la poesía está hecha de palabras, no de ideas.
En el contexto del siglo XX, el encuentro más fascinante y productivo entre la filosofía y la poesía es el que se dio entre Paul Celan y Martin Heidegger. Ha sido objeto ya de una extensa literatura suplementaria, obstaculizada inevitablemente por el hecho de que el conjunto de la obra de Heidegger continúa en proceso de publicación, con frecuencia en ediciones inaceptables, y por “las circunstancias oscuras” que siguen, en gran medida, caracterizando la vida privada de Celan. Lo que ha abierto una línea de investigación es la disponibilidad de muchos de los papeles póstumos de Celan en el Archivo Literario Nacional de Marbach, donde se encuentran también, sobre todo, los ejemplares de los libros de Heidegger en los que Celan realizó anotaciones minuciosas durante periodos cruciales de su propio desarrollo teórico y poético. Quizá nada nos haya permitido echar un vistazo tan cercano e intrincado a la forma en que trabaja un poeta mayor desde que se publicaron los cuadernos de notas de Coleridge y sus apostillas. El mérito indudable de Paul Celan et Martin Heidegger: Le sens d'un dialogue (Fayard), de Hadrien France-Lanord, es estar entre los primeros trabajos que explotan este material y abren pasadizos que lo hagan accesible al gran público.
Ante los hechos, no hay duda. Celan estableció contacto con la obra de Heidegger en 1948.
El intermediario parece haber sido Ingeborg Bachmann, con quien Celan mantenía una relación cercana. La tesis doctoral de Bachmann tuvo por tema “la recepción crítica de la filosofía existencial de Martin Heidegger”. De 1952 en adelante, Celan leyó y anotó un buen número de textos decisivos de Heidegger: Ser y tiempo, Introducción a la metafísica y Arte y poesía entre ellos. Los comentarios a Hölderlin, Stefan George y Trakl llamaron especialmente su atención. Por su parte, Heidegger se había percatado del desarrollo de Celan y de su ya controvertida importancia en la poesía alemana. Después de un angustioso titubeo, y en respuesta a la presencia de Heidegger en una lectura de sus poemas —gesto extremadamente raro en Heidegger— Celan accedió a visitar el célebre retiro del filósofo a la “cabaña” de Todtnauberg, cerca de Friburgo. Este encuentro tuvo lugar a finales de julio de 1967. Se reunieron dos veces más, en junio de 1968 y en marzo de 1970 (de nuevo Heidegger había asistido a una de las últimas lecturas públicas de Celan). Fueron pocas las cartas que intercambiaron, y son todavía menos las que parecen haberse conservado.
Esto es todo, y cuán escaso es. No obstante, los comentarios, interpretaciones y conferencias con respecto a la relación entre el pensador y el poeta se han multiplicado rápidamente. Ahora inundan una academia parásita y la industria del periodismo. Numerosos “testigos” afirman haber escuchado tanto a Celan como a Heidegger debatir entre sí sus juicios e impresiones. Tomando en cuenta lo casi patológicamente reservado que era Celan, incluso con sus pocos amigos íntimos, y la arrogante cautela de Heidegger, tales afirmaciones son en su mayoría, autocomplacientes. Por su parte, los análisis de los textos, en especial el del famoso poema en el que se sigue desde el comienzo la visita a Todtnauberg y la caminata por los alrededores, son demasiado a menudo polémicos, tienen una motivación ideológica y, de nuevo, son autocomplacientes. Los reportes que Celan hizo a su esposa y a su círculo de amigos cercanos sólo complican las cosas.
Lo que nos deja perplejos es que Celan haya estudiado con mucha intensidad las obras de Heidegger y que los dos autores se hayan conocido. El genio de Celan residía en la insoportable paradoja de tener que hablar en el idioma de quienes habían atormentado a su padre hasta matarlo y habían asesinado a su madre. Para él la muerte “era un amo más allá de las fronteras de Alemania” —esta frase resonante llegó a ser aplicada a Heidegger—, y un poema era un “apretón de manos”; un acto más desnudo de confianza mutua, más arriesgado para el espíritu humano que ningún otro. Como he intentado mostrar, la elíptica, exhaustiva inventiva de Celan y su alemán a menudo hermético es una autotraducción. Es un intento, siempre frustrado, aunque también radicalmente iluminado, como ninguna otra poesía después de Hölderlin, de “traducir” lo inhumano a un idioma alemán “al norte del futuro”.
Por su parte, Heidegger encarnaba no sólo aspectos ciertamente complejos y heredados del nazismo, sino la orgullosa convicción de que el alemán, la lengua de Kant, Schelling y Hegel, podía por sí sola (junto con el griego antiguo) exponer y transmitir el pensamiento filosófico de primer orden. El patrimonio hebreo en la cultura occidental, tan vital para Celan, jugaba un papel casi inexistente en las fuentes de Heidegger. La Selva Negra, la cabaña, la vestimenta rústica de Heidegger, habían llegado a simbolizar casi todo lo que aterrorizaba a Celan. Significaban el renacimiento potencial de la barbarie teutónica que obsesionaba a Celan, y que, gracias a las difamaciones esparcidas por Claire Goll acerca de su trabajo, lo condujo al borde de la locura. ¿Cómo aventurar una manera de medir la indudable empatía entre estos dos hombres o entre estas dos obras?
La influencia de Heidegger ya había penetrado en el pensamiento francés a lo largo de la década de los cuarenta. En diversos sentidos, Ser y tiempo fue considerado fundamental por Levinas, por Sartre y, más tarde, por Derrida. Jean Beaufret se volvió el portavoz del maestro. Durante la década pasada, y a pesar de la evidencia adversa, la guardia pretoriana francesa se agrupó en torno a la reputación política y humana de Heidegger. Hadrien France-Lanord es, con mucho, miembro de esta camarilla protectora y apologética. Por consiguiente, su tratamiento de la figura total de Heidegger, sin duda compleja, raya en el escándalo. Según él, la relación de Heidegger con el nazismo fue un breve “error”, esencialmente finiquitado y enmendado por su renuncia a la rectoría de la Universidad de Friburgo después de diez meses decepcionantes. Al cabo de lo cual, su permanencia fue una resistencia estoica, un esfuerzo incomparablemente profundo y clarividente por comprender al nazismo como un elemento de la enorme catástrofe del nihilismo occidental y de la tecnocratización. En el fondo, Heidegger nunca “olvidó su falta” pero eligió integrarla dentro de una crítica del destino del Ser, con lo cual el suyo fue un entendimiento único, profético. Los detractores de Heidegger son charlatanes malévolos o ideólogos contaminados con obsesiones radicales pro semitas.
Esto, por supuesto, es evadir o falsear lo obvio. Los pronunciamientos de Heidegger sobre el Verjudung, la “infección del judaísmo” en la vida espiritual alemana, son anteriores a la ascensión de Hitler al poder. Los discursos que pronunció en 1933 y 1934 elogiando al nuevo régimen, su trascendente legitimidad y la misión del Führer, perduran en la ignominia, así como la decisión de Heidegger de reimprimirlos —orgulloso de su integridad— en una edición de 1953 de su Introducción a la metafísica, la famosa definición de los altos ideales del nacionalsocialismo. Otra máxima, aún más célebre, ocurrió en una de las lecturas que Heidegger pronunció en Bremen en 1949. Equipara la masacre de seres humanos (Heidegger evade tímidamente la palabra “judíos”) con la agricultura en serie y la tecnología moderna. Como la entrevista publicada por Der Spiegel en 1966 deja en claro, Heidegger simplemente no estaba dispuesto a expresar cualquier opinión directa sobre el Holocausto o sobre el papel que él desempeñó en el miasma retórico y espiritual del nazismo. Era un silencio formidablemente astuto. Permitió a Lacan declarar que el pensamiento de Heidegger era “el más encumbrado del mundo” e hizo posible que Foucault basara su modelo de la “muerte del individuo” en el “post humanismo” heideggeriano.
No se trata necesariamente de valoraciones equivocadas. Sobre todo porque cada vez más el pensamiento de Heidegger apuntala el desarrollo de la filosofía moderna. El post estructuralismo, la deconstrucción —Derrida habla conmovedoramente de que Heidegger lo “ampara”— y el posmodernismo son variaciones, incluso artificiosas, de la colosal obra de Heidegger. “Heidegger es, por supuesto, incomparable”, enseñaba en sus clases Leo Strauss, a la vez que prohibía mencionar el nombre de Heidegger en su seminario. El asunto sigue siendo inmensamente complicado. Sin duda hay vulgaridades y omisiones en muchas de las violentas embestidas “liberales” con que se ataca la reputación de Heidegger. Las líneas que relacionan su “nazismo privado”, una brillante definición a la que llegaron las autoridades de Berlín a finales de 1933, con los argumentos ontológicos actuales y con las revisiones de Aristóteles y Kant, todavía no han sido ventiladas con una precisión responsable. En lo que no hay duda es en la gravedad del caso, en lo profundo de las implicaciones de Heidegger en la catástrofe alemana, o en las tácticas de evasión con las que se aseguró su estatus después de 1945 y en que se erigió su encumbramiento global. Los sofismas de France-Lanord en su Paul Celan et Martin Heidegger le hacen flaco honor a Heidegger.
Paul Celan sin duda estaba consciente de la afiliación nazi de Heidegger, a pesar de que muchos detalles (como por ejemplo que mantuvo su tarjeta del partido hasta 1945 o su postura contra Husserl) sólo emergieron después. Al filo de la locura por su cercanía con la sobrevivencia y el recrudecimiento del nazismo y el antisemitismo, propenso a romper incluso con los conocidos más íntimos ante cualquier insinuación de odio hacia los judíos o de apologías teutónicas, Celan, no obstante, se mantenía inmerso en los trabajos fundamentales de Heidegger. Cuando René Char, el gran poeta francés y líder de la Resistencia, le dio la bienvenida a Heidegger, el gesto fue de fascinación anárquica y carismática reciprocidad. Char no sabía alemán; Heidegger hablaba poco francés. Ambos reverenciaban a Heráclito y la luz del sol. El compromiso de Celan era de una profunda y amenazada intensidad. Volvía a la lengua alemana. Lo que Celan encontró en Heidegger fue una centralidad lingüística y un radicalismo, en muchos sentidos por completo opuestos a los suyos, pero aún así afines. Nadie después de Lutero y Hölderlin había reconstruido la lengua alemana como lo hizo el autor de Ser y tiempo. Nadie había tratado de abrir los recursos lexicológicos y gramaticales del alemán, de extraer de una herencia infernal las potencialidades de verdad y renacimiento, como lo hizo Celan. Casi fatalmente, incluso de maneras que por momentos se mantienen oscuras e impenetrables, sus caminos opuestos estaban destinados a encontrarse.
Como John E. Jackson ha observado en su traducción al francés de Poèmes de Paul Celan, la deuda que el poeta tiene con ciertas innovaciones lexicológicas y sintácticas de Heidegger es indiscutible. Jackson muestra sutilmente cómo sus validaciones de las formas verbales, de los adjetivos y de los adverbios inspiraron a Celan, así como la técnica de Heidegger —a menudo violenta— de separar al alemán de sus “raíces” arcaicas, de hundir los respiraderos de la etimología en lo que él consideraba revelaciones perdidas mucho tiempo atrás. Si bien Hölderlin era una fuente compartida, fueron los neologismos a menudo arbitrarios de Heidegger y sus construcciones paratácticas los que dieron lugar a muchos de los experimentos de Celan. Esto es casi completamente cierto en Meridian de Celan, su celebrado manifiesto poético moral en ocasión de haber recibido el Premio Büchner. La “antífona”, si así puede llamarse, es de Heidegger.
Como lo muestra la inspección minuciosa de France-Lanord a los subrayados y las anotaciones que Celan hizo en los márgenes de los textos de Heidegger, somos testigos de una de las colisiones o conjunciones supremas entre la poesía y la filosofía en el pensamiento occidental (un fenómeno exquisitamente “triangular” si tomamos en cuenta las inspiradas traducciones que Celan hiciera de Char). Si la cita es confiable Celan, poco antes de su muerte negó la famosa obscuridad de Heidegger, tal y como había negado la de sus propios poemas. Por el contrario, al volver a sus raíces, restituirle su sobrenatural, primordial energía a cada palabra e incluso a cada sílaba, Heidegger había restituido al lenguaje “su translucidez, su claridad” (“sa limpidité”). Celan concuerda con el énfasis de Heidegger en que las funciones del lenguaje son “nombrar” (tropo Adánico) y “develar” (aletheia). A pesar de que su “visibilidad” fenomenológica fuera crucial (das Reden Sehenlassen), como subrayó Celan en su ejemplar de Ser y tiempo, la audición, la capacidad de escuchar lo que está ocurriendo dentro del lenguaje, que “trasciende la utilidad humana de la comunicación”, puede ser más importante. Celan subraya en la Introducción a la metafísica de Heidegger, la preeminencia del lenguaje sobre lo que éste designa: “Es en la palabra, en el decir, que las cosas cobran existencia”, una paráfrasis virtual de Mallarmé. En “Y para qué poetas”, Celan subrayó el credo fundamental de Heidegger: “El lenguaje es el santuario (el templo), es decir, la casa del Ser [...] Y porque es la casa del Ser, el paso constante a través de ella hace que alcanzamos aquello que es". Y en Carta sobre el humanismo, Celan elige enfáticamente la que bien podría ser la máxima de su propia poética: “El lenguaje es el adviento encubierto-iluminado del Ser en sí mismo”.
Tanto en Heidegger como en Celan está implícito un post —o quizá un pre— humanismo. Heidegger argumentaba que el hombre aún no ha empezado a saber cómo pensar, cómo comprender una sociedad de consumo en masa, inevitablemente tecnológica, al borde del nihilismo. Para Celan, la Shoah (el Holocausto) había puesto en inevitable cuestionamiento el papel del hombre, la posibilidad de cualquier recuperación posible de su humanidad. Mucho antes de Foucault, el ontólogo y el poeta ponderaron el eclipse del sujeto en primera persona. La expresión de Celan, casi seguramente en deuda con uno de los más controvertidos neologismos de Heidegger, no admite traducción ni paráfrasis: "Eins und Unendlich,/ vernichtet,/ ichten", donde la decisiva ambigüedad de ichten (“llegar a ser yo”) hace eco al famoso Nichten de Heidegger, “la nada en acción”. Igualmente para ambos, como France-Lanord señala, es el valor del silencio en una sociedad histerizada por el ruido, el chismorreo y la basura periodística. La imagen de Celan es asombrosa: “Atardecer de las palabras, buscador de manantiales en el silencio”. Heidegger se refiere a lo mismo cuando asevera, repetidamente, que sólo puede ocurrir cualquier intento real de pensamiento en la vía del silencio (subrayado de Celan). Y cuando Heidegger escribe que nadie puede comprender la magnitud en la que el lenguaje sólo “se concierne a sí mismo”, en que extrae sus revelaciones del silencio, está sentando directrices esenciales para Meridian de Celan y para la aún desafiante interioridad de sus últimos poemas.
Estos cabos sueltos se juntaron en un amasijo en “Todtnauberg” el 25 de julio de 1967. Por extraño que parezca, Heidegger apenas se enteró del judaísmo de Celan, a pesar de que le habían informado del asesinato de sus padres. Por su parte, Celan estaba en un estado extremo de estrés psicológico, entremezclado con destellos de energía creativa que seguramente eran de naturaleza maníaca. Por mucho tiempo se creyó de que Celan se alejó de Heidegger devastado por el silencio de éste. La esperanza de extraer “una palabra pensante/ el origen de una/ palabra/ en el corazón” había resultado vana. Sólo la oscuridad permaneció de ese paseo compartido a través de los fangosos caminos de la ciénaga, donde los términos Knüppel (garrote) y Moor (pantano) cargan ecos asesinos específicos de los campos de concentración. De ahí en adelante, las cosas se volvieron más opacas. Las cartas que Celan le escribió a su esposa y a su amigo cercano Franz Wurm describen el encuentro como positivo y “completamente claro”. Al contrario de los rumores, el contacto entre los dos no cesó por completo. Al recibir el poema "Todtnauberg", Heidegger respondió calurosamente en una carta fechada el 30 de enero de 1968. Aquel día en la Selva Negra había sido “vielfalting gestmmt” (“pleno de sensibilidad”). Después de eso, Heidegger pronunció una de sus frases supremas: “Seitdem haben wir Vieles einander zugeschwiegen” (“Desde entonces, es mucho lo que nos hemos dicho en silencio el uno al otro, en silencio mutuo”). Por su parte, Heidegger escribió el “prefacio” en verso a uno de los más discutidos poemas de Celan. Esta introducción sólo fue publicada en 1992 y las circunstancias de su origen permanecen en cierto modo oscuras. Si nos apegamos al texto, Heidegger reitera su creencia de que las palabras ni designan ni significan, sino adquieren valor en esa inmaculada singularidad (“reiner Eignis”) en la que existe la respiración del silencio.
Como anoté arriba, la literatura secundaria generada por este encuentro y el poema de Celan es voluminosa. Consiste, a grandes rasgos, de rumores y conjeturas, a menudo oportunistas o incluso falsas. El uso por parte de France-Lanord de testimonios inverificables, en ocasiones sospechosos, de la concordancia entre el mago y el poeta, entre el “niño de Auschwitz” y el rector de la Universidad de Friburgo con una svástica en el ojal, constituyen argumentos a menudo resbaladizos.
Anotando el volumen de Conferencias y ensayos de Heidegger, Celan había subrayado con doble línea la propuesta de que la poesía y el pensamiento —la frase talismánica del alemán “das Dichten und das Denken”— sólo se unen cuando cada uno preserva su ser distinto. Para Heidegger, la poesía suprema, que es la de Sófocles y la de Hölderlin, revelaba y a la vez ocultaba la inmediatez del ser del lenguaje, lo cual ni el más penetrante discurso filosófico podría igualar ni parafrasear exhaustivamente. Si bien en "Todtnauberg", la desilusión de Paul Celan subyace incluso más profundamente que cualquier tragedia personal o circunstancia política. Sugiere la imposibilidad de cualquier diálogo amplio entre el lenguaje del poeta y el del pensador, aún cuando están en la cúspide de su respectiva verdad. Ningún “voyeurismo biográfico”, como asienta Hadrien France-Lanord, podrá agotar las connotaciones de ese fallido, indispensable diálogo o “anti-diálogo” de un día de verano.
La muerte no se cura, no porque sea irremediable, como con tanta insistencia se repite en los mentideros, sino porque no lo necesita. La muerte no necesita curarse, pues si no, no se llamara muerte, y tampoco sería el inicio de lo que es: el fin de un camino y el inicio de otro. La vida le es tan traidora a la muerte como la muerte lo es a la vida. Son hermanas que viven dándose la espalda, pero eso sí, van espalda con espalda. Por ello he sentido siempre que no hay razón para que nos desvivamos, los seres humanos, tanto como lo solemos hacer. Es tan audazmente breve nuestro paso que uno no logra comprender, la mayor parte de las veces, el sentido de eternidad que -de cuando en cuando- podemos vivenciar en algún sencillo pasaje del día o de la noche, una respiración, un extraño sonido, un golpe de viento en la faz, el canto de un ave nunca escuchado antes. Más allá de esas soledosas experiencias, ¿qué nos queda, como no sea una cesta colmada de sentires? Es inevitable. Vivimos de pérdida en pérdida y aprendiendo a no apegarnos a ningún logro terrenal.
lacl, 30/31 de Agosto, 2020
Todas las imágenes fotográficas vienen del film "El séptimo sello" de Ingmar Bergman.
"... Ir a contracorriente, la única direcciónposible para que el teatro tenga sentido..."
(P. B.)
Peter Brook: “Puedo tomarcualquier espacio vacío y llamarlo escenario. Alguien está cruzando este espacio vacío mientras alguien más está mirando, y eso es suficiente para iniciar el acto teatral."
Post scriptum a manera de introito...
Grotowski apostaba por el teatro pobre mientras que Brook apostaba por el espacio vacío. Acaso todo dependa del momento, del espacio y del tiempo: espacio interior, espacio exterior; tiempo exterior, tiempo interior; me gustan ambas propuestas. Teatro para un reducido grupo de personas, pues la experiencia se hace más personal, íntima y a veces sobrecogedora. Recuerdo un montaje de A Puerta cerrada (Huis clos), de Sartre, en una de las Salas del Ateneo de Caracas. Un espacio pequeño que se hizo más pequeño con el montaje y, debo confesarlo, salí de allí con ganas de respirar el cielo e, incluso,. escribí algo un poco incitado por un amigo que me pidió que le escribiera algo sobre esa representación, pero lo hice más que todo impulsado por la experiencia en la que hubo más teatro y danza que palabras, la asfixia del texto llevada al gesto. Si llego a encontrar ese texto probablemente lo divulgue en otra publicación en la que intentaré hacer una incisión un poco más profunda de estas ideas.
También me seduce y encanta una representación para un amplio espacio, pero la relaciono más con el happening y la toma de las calles, la fiesta, el entusiasmo, el arrebato, la invocación de Dionisius y sus máscaras... Ambas experiencias son necesarias y están un poco, por no decir bastante, extraviadas de nuestros recovecos y mentideros...
Salud, lacl. 10/8/2022
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LO SAGRADO TEATRAL EN GROTOWSKI, Peter Brook
En Polonia hay una pequeña compañía dirigida por un visionario, Jerzy Grotowski, que también tiene un objetivo sagrado. A su entender el teatro no puede ser un fin en sí mismo; como la danza o la música en ciertas órdenes de derviches, el teatro es un vehículo, un medio de autoestudio, de autoexploración, una posibilidad de salvación. El actor tiene en sí mismo su campo de trabajo. Dicho campo es más rico que el del pintor, más rico que el del músico, puesto que el actor, para explorarlo, ha de apelar a todo aspecto de sí mismo. La mano, el ojo, la oreja, el corazón son lo que estudia y con lo que estudia. Vista de este modo, la interpretación es el trabajo de una vida: el actor amplía paso a paso su conocimiento de sí mismo a través de las penosas y siempre cambiantes circunstancias de los ensayos y los tremendos signos de puntuación de la interpretación. En la terminología de Grotowski, el actor permite que el papel lo "penetre"; al principio el gran obstáculo es su propia persona, pero un constante trabajo le lleva a adquirir un dominio técnico sobre sus medios físicos y psíquicos, con lo que puede hacer que caigan las barreras. Este dejarse "penetrar" por el papel está en relación con la propia exposición del actor, quien no vacila en mostrarse exactamente como es, ya que comprende que el secreto del papel le exige abrirse, desvelar sus secretos. Por lo tanto, el acto de interpretar es un acto de sacrificio, el de sacrificar lo que la mayoría de los hombres prefiere ocultar: este sacrificio es su presente al espectador. Entre actor y público existe aquí una relación similar a la que se da entre sacerdote y fiel. Está claro que no todo el mundo es llamado al sacerdocio y que ninguna religión tradicional lo exige. Por una parte están los seglares -que desempeñan papeles necesarios en la vida- y, por la otra, quienes toman sobre sí otras cargas, por cuenta de los seglares. El sacerdote celebra el rito para él y en nombre de los demás. Los actores de Grotowski ofrecen su representación como una ceremonia para quienes deseen asistir: el actor invoca, deja al desnudo lo que yace en todo hombre y lo que encubre la vida cotidiana. Este teatro es sagrado porque su objetivo es sagrado: ocupa un lugar claramente definido en la comunidad y responde a una necesidad que las Iglesias ya no pueden satisfacer.
El teatro de Grotowski es el que más se aproxima al ideal de Artaud. Supone un modo de vida completo para todos sus miembros y contrasta con la mayoría de los otros grupos de vanguardia y experimentales, cuyo trabajo suele quedar invalidado por falta de medios. La mayor parte de los intentos experimentales no pueden hacer lo que desean debido a que las condiciones externas pesan demasiado sobre ellos: dificultades en el reparto de papeles, reducido tiempo para ensayar debido a que los actores han de ganarse la vida en otros menesteres, inadecuados locales, trajes, luces, etc. La pobreza de medios es a la vez su queja y su excusa. Grotowski hace un ideal de la pobreza: sus actores renuncian a todo excepto a su propio cuerpo, tienen el instrumento humano y tiempo ilimitado. No es, pues, asombroso que se consideren el teatro más rico del mundo.
Estos tres teatros -Cunningham, Grotowski y Beckett-, tienen varías cosas en común: escasos medios, intenso trabajo, rigurosa disciplina, absoluta precisión. Al mismo tiempo, y casi como condición, son teatros para una élite. Merce Cunningham suele actuar en salas humildes y el escaso respaldo con que cuenta, y que escandaliza a sus admiradores, le tiene sin cuidado. Beckett raramente llena una platea de mediana capacidad. Grotowski no acepta más de treinta espectadores. Está convencido de que los problemas a los que ha de hacer frente, tanto él como los actores, son tan grandes que un mayor número de espectadores llevaría al desleimiento del trabajo. Me dijo lo siguiente: "Mi búsqueda se basa en el director y en el actor. Usted la basa en el director, el actor y el público. Acepto que esto sea posible, aunque para mí es demasiado indirecto." ¿Está en lo cierto? ¿Son éstos los únicos teatros posibles para tocar la "realidad"? Sin duda son auténticos para sí mismos, sin duda afrontan la pregunta básica de por qué el teatro, y cada uno ha encontrado su respuesta. Todos ellos parten de su hambre, todos ellos se afanan en disminuir su propia necesidad. Y sin embargo, la misma pureza de su resolución, la elevada y seria naturaleza de su actividad, colorea inevitablemente sus elecciones y limita su campo de acción. No pueden ser esotéricos y populares al mismo tiempo. No hay muchedumbre en Beckett, no hay ningún Falstaff.
...En su vida privada, los principales actores de Grotowski coleccionan con avidez discos de jazz, pero no ofrecen canciones populares en el escenario, a pesar de ser éste su vida. Estos teatros exploran la vida, pero lo que cuenta como vida es restringido. La vida "real" excluye ciertos rasgos "irreales". Si leemos hoy día las descripciones de Artaud sobre sus producciones imaginarias, vemos que reflejan sus gustos personales y la corriente de imaginación romántica de su tiempo, ya que tiene una cierta preferencia por la oscuridad y el misterio, la salmodia, los gritos sobrenaturales, las palabras sueltas en vez de las frases, las formas amplias, las máscaras, los reyes, emperadores y papas, los santos, pecadores y flagelantes, la vestimenta negra y la piel desnuda y arrugada por el dolor. Un director que trate con elementos que existen fuera de él puede engañarse al considerar su trabajo más objetivo de lo que es en realidad. Por la elección de ejercicios, incluso por la forma de alentar al actor a que encuentre su propia libertad, un director no puede evitar que su estado de ánimo se proyecte sobre el escenario. El supremo objetivo para el director sería estimular tal efusión de la riqueza interior del actor, que transformase por completo la naturaleza subjetiva de su impulso original. Por lo general, el esquema dcl director o del coreógrafo se transparenta, y aquí es donde la deseada experiencia objetiva puede convertirse en la expresión de la fantasía personal del director. Podemos intentar captar lo invisible pero no debemos perder el contacto con el sentido común: si nuestro lenguaje es demasiado esencial perderemos parte de la fe del espectador. Como siempre, el modelo es Shakespeare. Su objetivo es siempre sagrado, metafísico, pero nunca comete el error de permanecer demasiado tiempo en el nivel más alto. Sabía lo difícil que nos resulta mantenernos en compañía con lo absoluto, y por eso nos envía continuamente a tierra; Grotowski reconoce esto al hablar de la necesidad tanto de la "apoteosis" como de lo "irrisorio". Hemos de aceptar que nunca podemos ver todo lo invisible. Así, tras hacer un esfuerzo en esa dirección, tenemos que afrontar la derrota, caer e iniciar de nuevo la marcha.
Peter Brook, El espacio vacío, Arte y técnica del teatro, traducido por Ramón Gil Novales. Barcelona, Ed. Península, Colección Nexos, 1994.