Arte y poesía: vigencia de toda expresión lúdica, gesto o acto non servil en tiempos tan obscuros como los actuales. Disertaciones sobre el culto añejo de ciertos antagonismos: individuo vs estado, ocio y contemplación vs labor de androides, dinero vs riqueza. Ensayos de libre tema, sección sobre ars poética, un muestrario de literatura universal y una selección poética del editor. Luis Alejandro Contreras Loynaz.
Por
defender a un amigo de lo que -no sé con qué altruistas intenciones- una dama afirmaba,
intentando soliviantar mi afecto por él, me he ganado una pasajera y efímera
fama de contar con malas pulgas. Por cierto que en otra ocasión fuimos testigos
de las muy malas pulgas y ofensivas palabras que esa dama fue capaz de proferir
hacia otra dama que quiso abordarla en el ágora.
Tiempo
después, por defender mi derecho a expresar libremente mi pensar pero, sobre
todo, por defender mi derecho a no permitir que se tergiversara ese sagrado
ejercicio, acaso, me he ganado el derecho de extender esa brevísima, efímera y circunscrita
mala fama, debido a que clausuré el trato con quienes tales artes permiten en
sus casas. Esa es su derecho, como lo es el mío el de cerrarles mis puertas en
la cara.
Si
por defender a equilibrio y ponderación, me llevan al estrado bajo el impulso de
lo que no es más que otro de los síntomas de la “sagrada enfermedad del opinar”,
(*) no tendré objeción alguna en declarar mi culpabilidad. Soy principista. Y
los principios no bajan la cerviz, no se arrodillan, ni besan enfangadas suelas.
No es una cuestión de egos encumbrados, sino de justeza de vivir. Los
principios no se amoldan a esa enfermedad del opinar, sino a la honra, aquella honra
que no viene del prurito o los prejuicios, sino del más alto gozo y culto de la
vida en el espíritu. No soporto bajezas. Y jamás he escrito ni escribiré libelos
o falsos panegíricos.
Apotegmas
contra la peste, Anselmo di Testarutto, Turín, 1935.
(*)
Heráclito. *******
Para los que han
hecho de la vida en el espíritu un templo de piedra y argamasa yo soy y seré
¡agnóstico!
Apotegmas
contra la peste, Anselmo di Testarutto, Turín, 1935. *******
Qué patéticos son los
artistas y escritores que no logran respirar a sosiego cuando no se les
masturba de continuo el ego. No quiero nada con sus lienzos ni sus letras,
pobres inadvertidos, pústulas a punto de reventar. Son tan ignaros y tan ajenos
al Eros, que terminan siendo incapaces de advertir que todo pujo por masturbar
el huero emplumamiento del yo es como intentar hacerle el amor a una careta.
Cuán lejos andan de la piel, filtro del alma.
Anselmo di Testarutto, Apotegmas
contra la peste, Turín, 1935.
*******
"...Acercarse a
la gente no es acercarse al poder.
Acercarse al poder no es acercarse a la gente..."
Anselmo Di Testarutto, Apotegmas
contra la peste. Turín, 1935.
Nóirín Ní Riain and the Monks of Glenstal Abbey - The Beatitudes
Nuestro amigo Marco
Antonio Gonzales ha compartido recientemente esta brevedad, Notas para el Canto
CXVII. Es tan hermoso y, a la vez, tan pleno de llaneza, como tantas notas o
poemas que Ezra Pound escribiera a lo largo de su vida, que deseamos dejarlo
aquí, agregando una versión personal y provisional a nuestra lengua castiza.
Agregamos una versión
del Canto XLV a nuestra lengua, la de José Vázquez Amaral, quien -en odiséica
empresa- tradujo los Cantos completos, o Cantares, como le dijera Pound que
preferiría titularlos en nuestra lengua. Y, más abajo, la lectura que hace
Pound de su famoso Canto XLV, With Usura (Con Usura).
Salud!
lacl
*
NOTES FOR CANTO CXVII.
Ezra Pound
M’amour, m’amour
what do I love and
where are you?
That I lost my centre
fighting the world.
The dreams clash
and are shattered —
and that I tried to make a paradiso
terrestre.
I have tried to write Paradise
Do not move
Let the wind speak
that is paradise.
Lets the Gods forgive what I
have made
Let those I love try to forgive
What I have made.
NOTAS PARA EL CANTO CXVII
Ezra Pound
M'amour, m'amour
¿qué amo yo
y dónde estás?
Que perdí mi centro
luchando contra el mundo.
Los sueños colisionan
y están rotos —
y que yo traté de hacer un paraíso
Terrestre.
Yo he tratado de escribir el Paraíso
No te muevas.
Deja que el viento hable,
eso es el paraíso.
Deja que los dioses perdonen lo que yo
he hecho.
Deja que aquellos que amo traten de perdonar
lo que he hecho.
*******
GUARIDA DE LOS POETAS
Canto XLV
Ezra Pound
With Usura
CANTO XLV
Con Usura
Con usura el hombre no puede
tener casa de buena piedra
con cada canto de liso corte y acomodo
para que el dibujo les cubra la cara,
con usura
no hay para el hombre paraísos pintados en los muros
de su iglesia
harpes et luz
donde las vírgenes reciban anuncios
y resplandores brotes de los tajos,
con usura
no puede ver el hombre Gonzaga a sus herederos y sus
concubinas
no se pinta cuadro para que dure y para la vida
sino para venderse y pronto
con usura, pecado contra natura
es tu pan siempre de harapos viejos
es tu pan seco como el papel
sin trigo de montaña, harina fuerte
con usura la línea se hincha
con usura no hay demarcación clara
y nadie puede hallar sitio para su morada,
El picapedrero se aparta de la piedra
el tejedor de su telar
CON USURA
no llega lana al mercado
la oveja nada vale con usura
Usura es un ántrax, usura
mella la aguja en las manos de la muchacha
y detiene la pericia del que hila. Pietro Lombardo
no vino por usura
Duccio no vino por usura
ni Pier della Francesca; Zuan Bellin’ no por usura
ni pintóse “La Calumnia”.
Angélico no vino por usura; no vino Ambrogio Praedis,
No vino iglesia de piedra cincelada firmada: Adamo me fecit.
No por usura St. Trophime
No por usura St. Hilaire,
Usura oxida el cincel
Oxida el oficio y el artesano
Roe los hilos del telar
Nadie aprende a tejer oro en su dibujo;
El azur tiene una llaga por usura; el carmesí
sin bordar se queda
El esmeralda a ningún Memling tiene
Usura asesina al niño en las entrañas
Detiene la corte del mancebo, ha llevado la perlesía a la cama, yace entre la
joven desposada y su marido
CONTRA NATURAM
Han traído putas para Eleusis
Se sientan cadáveres al banquete
a petición de usura.
Canto
XLV
Ezra
Pound
With Usura
With usura hath no man a house of good stone
each block cut smooth and well fitting
that design might cover their face,
with usura
hath no man a painted paradise on his church wall
harpes et luz
or where virgin receiveth message
and halo projects from incision,
with usura
seeth no man Gonzaga his heirs and his concubines
no picture is made to endure nor to live with
but it is made to sell and sell quickly
with usura, sin against nature,
is thy bread ever more of stale rags
is thy bread dry as paper,
with no mountain wheat, no strong flour
with usura the line grows thick
with usura is no clear demarcation
and no man can find site for his dwelling.
Stonecutter is kept from his tone
weaver is kept from his loom
WITH USURA
wool comes not to market
sheep bringeth no gain with usura
Usura is a murrain, usura
blunteth the needle in the maid’s hand
and stoppeth the spinner’s cunning. Pietro Lombardo
came not by usura
Duccio came not by usura
nor Pier della Francesca; Zuan Bellin’ not by usura
nor was ‘La Calunnia’ painted.
Came not by usura Angelico; came not Ambrogio Praedis,
Came no church of cut stone signed: Adamo me
fecit.
Not by usura St. Trophime
Not by usura Saint Hilaire,
Usura rusteth the chisel
It rusteth the craft and the craftsman
It gnaweth the thread in the loom
None learneth to weave gold in her pattern;
Azure hath a canker by usura; cramoisi is unbroidered
Emerald findeth no Memling
Usura slayeth the child in the womb
It stayeth the young man’s courting
It hath brought palsey to bed, lyeth
between the young bride and her bridegroom
CONTRA NATURAM
They have brought whores for Eleusis
Corpses are set to banquet
at behest of usura.
N.B. Usury: A charge for the use of purchasing power,
levied without regard to production; often without regard to the possibilities
of production. (Hence the failure of the Medici
bank.)
Una historia que no requiere de antesala alguna, tan sólo leerla. Uno de esos cuentos que se quedan alojados en la memoria... Las pinturas o dibujos son de Lawrence.
Salud! lacl
D.H.
Lawrence, Sol
I
«Llévensela a que tome el sol» -dijeron los médicos.
Incluso ella era escéptica respecto a eso de tomar el sol pero permitió que la
llevasen al mar con su niño, una niñera y su madre.
El barco zarpaba a medianoche. Y durante dos horas su marido permaneció con
ella mientras acostaban al niño y los pasajeros llegaban a bordo. Era una noche
oscura: el Hudson se agitaba con una densa negrura, sacudido por derramados
hilos de luz. Se apoyó en la barandilla y mirando hacia abajo pensó: «Esto es
el mar; es más profundo de lo que uno se imagina y pleno de recuerdos». En
aquel momento el mar parecía palpitar como la serpiente del caos que desde
siempre ha existido.
- Estas despedidas no son buenas -le iba diciendo su marido, que estaba a su
lado-. No son buenas. No me gustan.
El tono de su voz estaba lleno de aprensión, de recelo y un cierto toque como
de última esperanza.
- A mí tampoco me gustan -respondió ella con voz clara.
Ella recordaba ahora cuán amargamente habían deseado separarse, él y ella. La
emoción de la despedida le daba un suave tirón a sus emociones pero lo único
que conseguía era que el hierro que había penetrado en su alma se le clavase
aún más profundamente.
Miraron a su hijo dormido y los ojos del padre se humedecieron. Pero no es la
humedad de sus ojos lo que cuenta, es el ritmo férreo y profundo de la
costumbre, las costumbres de toda una vida, de los años; la profunda marca del
poder. Y en sus vidas la marca del poder era hostil, la de él y la de ella.
Como dos artefactos que funcionan desajustados, se destruían el uno al otro.
- ¡A tierra! ¡A tierra!
- Mauricio, ¡tienes que irte!
Y pensó: para él es: «A tierra», para mí es: «A la mar».
Él agitó el pañuelo en medio de la oscuridad de la noche en el muelle según el
barco se alejaba despacio; uno en medio de la multitud. ¡Uno en medio de la
multitud! C'est ça.
Los transbordadores, como grandes bandejas apiladas con hileras de luces,
todavía navegaban por el Hudson. Aquella boca negra debía de ser la estación de
Lackawanna.
El barco iba bajando, el Hudson parecía interminable. Pero finalmente
alcanzaron la curva y allí estaba la pobre cosecha de luces en el Battery. La
Estatua de la Libertad levantaba la antorcha en una especie de rabieta. Allí
estaba el batir del mar.
Y, aunque el Atlántico era gris como la lava, llegó finalmente al sol. Tenía
una casa sobre el más azul de los mares, con un gran jardín, o viñedos, todo
viñas y olivos en pendiente, terraza tras terraza hasta la franja llana de la
costa; y el jardín pleno de lugares secretos, profundas arboledas de limoneros
allá abajo en la hondonada de la tierra, y escondidas albercas de aguas puras y
verdes; también había un manantial que brotaba en una pequeña gruta donde
habían bebido los viejos sículos antes de que llegasen los griegos; y una cabra
gris balando con su establo en una tumba antigua con todos los nichos vacíos.
Había olor a mimosa y más allá la nieve del volcán.
Veía todo aquello y de algún modo se tranquilizaba. Pero todo era externo. En
realidad no le importaba. Ella era la misma, con la cólera y la frustración
dentro de sí misma y su incapacidad para sentir algo auténtico. El niño la
irritaba porque se aprovechaba de la paz de su alma. Se sentía tan horrible y
terriblemente responsable de él: como si tuviese que responsabilizarse de cada
uno de los soplos de su respiración. Y esto era una tortura para ella, para el
niño y para cada una de las personas cercanas.
- Ya sabes, Julieta, que el doctor te aconsejó tumbarte al sol sin ropa. ¿Por
qué no lo haces? –le decía la madre.
-Lo haré cuando me apetezca. ¿Quieres matarme? -le lanzaba Julieta.
- ¡Matarte! No, por favor. ¡Es por tu bien!
- ¡Por Dios, deja ya de desear mi bien!
Finalmente La madre estaba tan herida y enfadada que se marchaba. El mar se iba
poniendo blanco, y después invisible. Llovía torrencialmente. Hacía frío en la
casa construida para el sol.
De nuevo otra mañana y el sol se elevaba desnudo y fundido, chispeante al
borde, del mar. La casa estaba orientada al sureste. Julieta yacía en la cama y
le observaba levantarse. Era como si nunca antes hubiese visto amanecer. Nunca
había visto al sol desnudo alzarse sobre la línea del mar, sacudiéndose de
encima la noche. De este modo fue creciendo en ella el deseo de tomar el sol
desnuda. Guardaba el deseo como un secreto. Pero quería irse lejos de la casa,
lejos de la gente. Y no es fácil esconderse en un país donde cada olivo tiene
ojos y todas las veredas se ven desde lejos.
Pero encontró un lugar: un acantilado encaramado sobre el mar y hacia el sol, y
plagado de grandes cactus, el cactus de hojas planas llamado chumbera. Cerca de
este montículo gris azulado de cactus se erigía un ciprés de tronco ancho y
pálido y una copa que se inclinaba flexible en el azul. Permanecía como un
guardián mirando al mar; o una candela plateada cuya enorme llama fuera la
oscuridad contra la luz: la tierra lanzando hacia arriba su orgullosa lengua de
penumbra.
Julieta se sentaba al lado del ciprés y se quitaba la ropa. Los contorsionados
cactus formaban un bosque, espantosos pero fascinantes, a su alrededor. Se
sentaba y le ofrecía al sol sus senos, suspirando, incluso ahora, con un cierto
dolor duro por la crueldad de tener que entregarse.
Pero el sol se iba moviendo en el cielo azul y le iba lanzando sus rayos según
se iba alejando.
Sentía la suave brisa del mar en sus pechos que parecían como si nunca antes
hubiesen madurado. Pero apenas sentían el sol. Frutas que se marchitarían sin
madurar, sus pechos. Sin embargo, pronto, iba a comenzar a sentir el sol dentro
de ellos, más cálido que lo que el amor había sido, más cálido que la leche o
las manos de su niñito. Por fin, por fin sus pechos eran como grandes uvas
blancas bajo el ardiente sol. Se quitaba toda la ropa y se tumbaba desnuda al
sol y mientras estaba tumbada contemplaba a través de sus dedos al imponente
sol, su redondez azul y palpitante con los bordes externos manando brillos.
¡Latiendo con un maravilloso azul, y vivo, y fluyendo fuego blanco por sus
contornos, el sol! Él la contemplaba allá abajo con una mirada de fuego azul, y
envolvía sus pechos y el rostro, la garganta, su cansado vientre, las rodillas,
los muslos y los pies.
Yacía con los ojos cerrados, el color de una llama rosa a través de sus
párpados. Era demasiado. Recogía hojas y se las ponía sobre los ojos. Después
se tumbaba de nuevo al sol, como una calabaza blanca que ha de madurar hasta
ponerse dorada.
Podía sentir el sol penetrándole incluso hasta en los huesos; no, incluso más
allá, incluso en las emociones y en los pensamientos. Las oscuras tensiones de
su emoción comenzaban a alejarse, los oscuros y fríos coágulos de sus
pensamientos comenzaban a disolverse. Estaba comenzando a sentir calor por toda
ella. Volviéndose de espaldas, dejaba los hombros disolverse al sol, el lomo,
la parte trasera de los muslos, incluso los talones. Y allí permanecía tumbada,
medio aturdida con perplejidad por lo que le estaba sucediendo. Su corazón
cansado y frío se iba fundiendo, y al fundirse se evaporaba. Una vez vestida,
se volvía a tumbar y miraba al ciprés cuya copa, un filamento flexible, se
dejaba mecer por la brisa.
Mientras tanto, era consciente del imponente sol deambulando por, el cielo.
Así, aturdida, volvía a casa, viendo a medias, cegada y aturdida por el sol. Y
su ceguera era como una riqueza, y su conciencia pesada, cálida y débil, era
como una abundancia.
- ¡Mami! ¡Mami! -el niño corría hacia ella, llamándola con esa pequeña angustia
de deseo, siempre requiriéndola. Ella estaba sorprendida de que su adormecido
corazón, por una vez no sintiese esa ansiosa angustia recíproca. Cogía al niño
en brazos pero pensaba: «No debería de ser tan pelmazo. Si tomara el sol
renacería».
La molestaban sus manitas agarrándose a ella, aferrándosele al cuello. Le
retiraba las manos de la garganta. No quería que la tocasen. Cuidadosamente
ponía al niño en el suelo.
- ¡Vamos, corre! ¡Corre al sol!
Una y otra vez le quitaba la ropa y le ponía en la terraza desnudo al sol.
- ¡Juega al sol! -le decía.
El niño estaba asustado y quería llorar. Pero ella, en la cálida indolencia de
su cuerpo, y con la completa indiferencia de su corazón le lanzaba una naranja
rodando por las losas rojas y el niño con su suave e informe cuerpecito daba
pasos hacia ella. Después, inmediatamente se le agarraba, pero la soltaba
porque la sentía rara contra su carne. Y el niño se volvía hacía ella, quejoso,
haciendo mohínes para llorar, asustado porque estaba desnudo.
- ¡Tráeme la naranja! -le decía ella, asombrada de su profunda indiferencia
respecto a la inquietud del niño-. ¡Tráele a mami la naranja!
- No crecerá, como su padre -se decía-. «Como un gusano que no ha visto nunca
el sol».
II
Tenía en su mente continuamente al niño como un tormento de responsabilidad,
como si al haberlo tenido tuviese que responder por su completa existencia.
Incluso, cuando moqueaba, le resultaba repulsivo y con un aguijonazo en las
entrañas se decía a sí misma: «Mira lo que has parido».
Ahora sin embargo se había producido un cambio. Ya no estaba vitalmente
interesada en el niño, se había despojado de la tensión de su ansiedad. Y el
niño se iba esforzando.
Reflexionaba sobre el sol en su esplendor y en su unión con él. Su vida era
ahora un completo ritual. Yacía, siempre despierta, antes del alba,
contemplando las primeras luces tornándose doradas, para saber si la niebla se
posaría en la orilla del mar. Su alegría era cuando el sol se levantaba todo
fundido en su desnudez y lanzaba un fuego blanco y azulado contra la ternura
del cielo. Pero algunas veces aparecía rojizo como una criatura grande y
tímida. Y otras veces ascendía, lento y de rojo carmín con una mirada de cólera
empujando lentamente y abriéndose camino a codazos. Otras veces no podía verlo,
entonces solamente las nubes despedían un tono dorado y escarlata desde arriba
según se movía tras el muro.
Era afortunada. Las semanas pasaban y aunque la aurora algunas veces estaba
nublada y la tarde a veces estaba gris, no había ningún día sin sol y la
mayoría de los días, aunque fuese invierno, transcurrían radiantes. Entonces
aparecían, malvas y rayadas, las florecillas silvestres del azafrán, los
narcisos también silvestres con sus estrellas invernales colgando.
Cada día bajaba hasta el ciprés que estaba en el bosquecillo de cactus en la
loma de rocas amarillentas. Ahora era más sabia y sutil, y vestía sólo una
camisa gris perla y sus sandalias.
De este modo en un instante, en cualquier nicho escondido, se ponía desnuda a
tomar el sol.
Y en el momento en el que se cubría se volvía gris e invisible.
Cada día, por la mañana, se tumbaba a los pies del plateado y poderoso ciprés
mientras el sol cabalgaba jovial por el cielo. Para entonces ya reconocía al
sol en cada una de las fibras de su cuerpo, ya no le quedaba ni una sombra de
frío. Y su corazón, ese corazón tenso y ansioso, había desaparecido como una
flor que se marchita al sol y sólo deja un cofre de semillas maduras.
Reconocía al sol en el cielo, de un azul fundido con sus filos blancos e
ígneos, lanzando fuego.
Y aunque brillaba sobre el mundo, cuando yacía desnuda, se concentraba sobre
ella. Ésa era una de las maravillas del sol, podía brillar sobre un millón de
personas y aún podía seguir siendo radiante, espléndido y único enfocándola a
ella sola.
Con el reconocimiento del sol, y la convicción de que el sol la conocía a ella
en el sentido carnal y cósmico de la palabra, le sobrevino un sentimiento de
aislamiento de la gente y un cierto desprecio por los seres humanos. ¡Eran tan
poco elementales, tan alejados del sol! Eran tan parecidos a los gusanos.
Incluso los campesinos que subían con sus burros por aquel camino antiguo y
rocoso, curtidos por el sol como estaban, incluso ellos no estaban bien
soleados. Había un pequeño foco, blanco y blando, como de temor, como un
caracol en su cascarón, donde el espíritu de los hombres se retraía por miedo a
la muerte, por miedo al resplandor natural de la vida. El hombre no se atrevía
a emerger: siempre internamente acobardado. Todos los hombres eran así. ¿Por
qué admitirlos? Por su indiferencia respecto a la gente, respecto a los
hombres, ahora ya no era tan precavida para que no la viesen. Le había dicho a
Marinina, que le hacía las compras en el pueblo, que el médico le había mandado
tomar baños de sol. Con eso era suficiente. Marinina era una mujer de unos
sesenta años, alta, delgada, recta, con el pelo rizado y gris, y ojos también
de un gris oscuro que tenían la sagacidad de miles de años, con una sonrisa en
la que subyace toda una larga experiencia. La tragedia es la falta de
experiencia.
«Debe de ser hermoso ponerse desnuda al sol», decía Marinina con una risa audaz
en la mirada mientras contemplaba a la otra mujer. El pelo de Julieta, claro y
cortado en forma de melena, se le rizaba en las sienes como una pequeña nube.
Marinina era una mujer de la Magna Grecia y tenía recuerdos lejanos. Miró de
nuevo a Julieta: «Pero hay que ser hermosa para no ofender al sol ¿no? -añadía
con esa sonrisita extraña y entrecortada propia de las mujeres del pasado.
«¿Quién sabe si soy hermosa?», dijo Julieta. Pero bella o no, ella se sentía
apreciada por el sol, lo cual era lo mismo.
Al sol de mediodía, algunas veces se escabullía por entre las rocas y los
acantilados en el barranco donde colgaban los limones con una sombra eterna y
fresca y en el silencio se quitaba la blusa para lavarse en uno de los pilones
verdes y claros: entonces se daba cuenta a la luz verde y pelada bajo las hojas
del limonero de que todo su cuerpo estaba rosáceo y que se estaba poniendo
dorado. Era otra persona. Entonces recordaba que los griegos habían dicho que
un cuerpo blanco y poco soleado era un cuerpo de pescado y malsano.
Por eso se untaría un poco de aceite de oliva en la piel, y vagaría un momento
por el oscuro submundo de los limoneros, y se colocaría una flor del limonero
en el ombligo y se reiría de sí misma. Podría darse la casualidad de que algún
campesino la viese. Pero si esto ocurriese él tendría más miedo de ella que
ella de él. Ella conocía el pálido foco del miedo en los cuerpos vestidos de
los hombres. Lo conocía incluso en su propio hijo. ¡Cómo desconfiaba de ella,
ahora que se reía de él dándole el sol en la cara! Ella insistía en que
caminase desnudo al sol. Y ahora su cuerpecillo estaba también de color rosa,
el pelo rubio le caía espeso por la frente y las mejillas tenían un color
escarlata en el dorado delicado de su piel soleada.
Era hermoso y sano y las sirvientas que adoraban su color rojo, dorado y azul,
le llamaban ángel del cielo. Pero el niño desconfiaba de su madre: se reía de
él. Y ella veía en sus grandes ojos azules, bajo el entrecejo, ese foco de
miedo, el recelo, que ella creía ver ahora en el centro de todos los ojos
masculinos. Ella lo llamaba miedo al sol.
- Teme al sol -se decía mirando en los ojos del niño.
Y cuando le miraba caminando torpemente, tambaleándose, dando volteretas al
sol, haciendo esos ruiditos como graznidos de pájaro, veía que se mantenía
tenso y escondiéndose del sol, dentro de sí mismo. Su espíritu era como un
caracol en su concha, en una grieta fría y húmeda dentro de sí mismo. Le hacía
pensar en el padre del niño. Le gustaría poder hacer que saliese de sí mismo,
que se escapara en un gesto de temeridad y salutación. Decidió llevarle con
ella bajo el ciprés entre los cactus. Tendría que vigilarle, por las espinas.
Pero seguramente en ese lugar saldría de su pequeña concha. Esa tensión
civilizada desaparecería de su frente.
Extendió una alfombrilla para el niño y le sentó allí. Después se quitó la
blusa y se tumbó mirando un halcón allá en lo azul y la copa suspendida del
ciprés. El niño jugaba con algunas piedras en la alfombra. Cuando el niño se
levantaba para caminar ella también se incorporaba. Él se volvía para mirarla.
En sus ojos azules estaba lo cálido y desafiante de lo masculino. Y era guapo,
con ese tono escarlata en el rubio dorado de la piel. No estaba blanco. Su piel
estaba ya oscuramente dorada.
- Ten cuidado con los pinchos, cariño -decía.
- Pinchos -repetía el niño con un gorjeo de pájaro mirándola por encima de su
hombro, dubitativo como el querubín desnudo de un cuadro.
- Estúpidos pinchos.
- Pinchos.
Se tambaleaba con sus sandalitas por entre las piedras, agarrándose a la
hierbabuena seca y silvestre. Ella era rápida como una serpiente en cogerle
cuando se iba a caer en las chumberas. Incluso estaba sorprendida de sí misma:
«¡Qué gato salvaje estoy hecha!», se decía.
Todos los días le llevaba al ciprés cuando lucía el sol.
- Ven -le decía-. ¡Vamos al ciprés!
Y si el día estaba nublado y soplaba la tramontana entonces no bajaban y el
niño le pedía continuamente: «Al ciprés, al ciprés».
Lo echaba de menos tanto como ella. No era sólo tomar el sol. Era mucho más que
eso. Algo profundo dentro de ella se desplegaba y se relajaba y ella se
entregaba. Por algún misterioso poder en su interior, más profundo que su
conciencia y su voluntad, se ponía en conexión con el sol y una corriente fluía
de su ser, de su vientre. Ella misma, su ser consciente, era secundario, una
persona secundaria casi una espectadora. La verdadera Julieta era ese flujo
oscuro que emanaba desde su profundo cuerpo hacia e1 sol. Siempre había sido
dueña de sí misma, consciente de lo que estaba haciendo y mantenía en tensión
su propio poder. Ahora sentía dentro de sí misma otro tipo de poder, algo más
grande que ella misma, fluyendo por sí mismo. Ahora era como imprecisa pero
tenía un extraño poder más allá de ella misma.
III
A finales de febrero, de repente, hizo mucho calor. La flor del almendro
caía como nieve rosa por el leve roce de la brisa. Las pequeñas y sedosas
anémonas violetas florecían, los asfódelos creían en capullos y el mar estaba
azul anciano. Julieta había dejado de preocuparse por cualquier cosa. Ahora la
mayor parte del tiempo permanecían desnudos al sol y eso era lo que ella
quería. A veces bajaba a bañarse hasta el mar. A menudo vagabundeaba por entre
las rocas donde brillaba el sol y estaba lejos de las miradas. Algunas veces
veía a un campesino con su burro y él la veía a ella. Pero ella estaba allí con
su hijo tan tranquila y la fama de los efectos curativos del sol, tanto para el
espíritu como para el cuerpo, se había difundido entre la gente, por lo tanto
no era tan sorprendente. El niño y ella estaban ya bronceados con un tostado
rosáceo. «Soy otra persona», se decía a sí misma cuando se miraba los pechos y
los muslos rosa y oro. El niño también era otra criatura, con una concentración
peculiar, tranquila y soleada. Ahora jugaba solo en silencio ya no le notaba
apenas. Ya parecía no darse cuenta de que estaba solo.
La brisa soplaba y el mar era ultramarino. Se sentaba al lado de la gran huella
plateada del ciprés, se adormecía al sol pero sus pechos estaban alertas, Henos
de savia. Comenzaba a ser consciente de que alguna actividad estaba
produciéndose en ella, una actividad que la llevaría a un nuevo modo de vida.
Aún así no quería ser consciente. Conocía demasiado bien el frío y gran montaje
de la civilización del que era tan difícil evadirse. El niño se había apartado
unos pasos más allá en la vereda rocosa tras el gran seto de cactus. Ella le
veía, un auténtico infante dorado de los vientos, con el pelo rubio y las
mejillas rojas recogiendo las sarracenias moteadas y colocándolas en ristras.
Ya sabía mantenerse de pie y era rápido ante los imprevistos, como un joven
animal que jugase absorto y silencioso.
De pronto le oyó decir: «Mira, mami, mami, mira». Una nota en su vocecita de
pájaro la hizo levantarse bruscamente hacia él. El corazón se le quedó
paralizado. La estaba mirando por encima de su hombrito desnudo y le señalaba
con su descuidada manita una serpiente que se había erguido a unos pasos de él
y abría sus fauces de modo que la lengua bífida y blanda temblaba como una
sombra negra emitiendo un breve silbido.
- ¡Mira, mami!
- ¡Sí, cariño. Es una serpiente! -dijo con una voz profunda y lenta.
El niño la miró con sus grandes ojos azules dudosos de si sentir miedo o no.
Una cierta quietud de sol en ella lo tranquilizó.
- ¡Serpiente! -gorjeó el niño.
- ¡Sí, cariño. No la toques, puede morderte!
La serpiente se iba, desenroscándose de la espiral en la que había estado
plácidamente dormida y despacio iba deslizando su cuerpo largo y marrón dorado
con lentas ondulaciones.
El niño se volvió y la miró en silencio. Entonces dijo:
- ¡La serpiente va!
- ¡Sí, déjala que se vaya. Le gusta estar sola!
El niño todavía contemplaba aquella largura lenta y dilatada que se iba
escondiendo con indolencia.
- ¡La serpiente va... va... ! -dijo.
- ¡Sí. Se ha ido! ¡Ven con mami!
Entonces fue y se sentó con su cuerpecito desnudo y regordete sobre el regazo
desnudo de la madre y ella le atusó el pelo brillante. No le dijo nada sabiendo
que todo había pasado ya. El poder tranquilizador del sol la colmaba, colmaba
todo aquel lugar como un hechizo; y la serpiente formaba parte de aquel lugar,
junto con ella y el niño.
Otro día, en el seco muro de una de las terrazas de los olivos, vio una
serpiente negra reptando horizontalmente.
- ¡Marinina! -dijo-, he visto una serpiente negra. ¿Son peligrosas?
- ¡Oh! Las serpientes negras, no; pero las amarillas sí. Si te pica una
serpiente amarilla te mueres. Pero me asustan, me asustan incluso las negras
cuando las veo.
Julieta continuó yendo al ciprés con el niño. Pero siempre miraba alrededor
antes de sentarse y examinaba detenidamente los lugares a los que el niño
pudiera acercarse. Después se tumbaba y tomaba el sol de nuevo con sus pechos
bronceados y erectos, en forma de pera. No pensaba en el futuro. Rechazaba
pensar fuera de su jardín y no podía escribir cartas. Le pedía a la niñera que
se las escribiera.
IV
Transcurría marzo y el sol era cada vez más fuerte. En las horas de calor se
resguardaba bajo la sombra de los árboles o bajaba hasta la fresca arboleda de
los limoneros. El niño corría a distancia como un joven animalillo absorto por
la vida.
Un día estaba sentada al sol en la cuesta del barranco después de haberse
bañado en uno de los grandes aljibes. Más allá, bajo la sombra de los limoneros
el niño corría entre las flores amarillas, recogiendo los limones caídos y
saltando con su cuerpecito bronceado por entre salpicaduras de luz, moviéndose
por entre la luz veteada.
De pronto, en el borde alto de la tierra contra el cielo azul pálido apareció
Marinina con un pañuelo negro en la cabeza y llamándola cadenciosamente:
«¡Señora, señora Julieta!».
Julieta se volvió, poniéndose de pie. Marinina se quedó quieta durante un
momento mirando a la mujer que estaba desnuda, el pelo claro teñido de sol como
una nubecilla. Después, la anciana, ágil, bajó la cuesta del empinado camino.
Permaneció de pie y erecta a unos pasos de la mujer bronceada por el sol, y la
miró con picardía:
- ¡Qué hermosa está usted! -dijo fríamente, casi con ironía-. Allí está su
marido.
- ¡Mi marido! -exclamó Julieta.
La anciana soltó un gruñido de risa, la mueca de una mujer del pasado.
- ¿No tiene usted un marido? -dijo burlonamente.
- ¿Pero dónde está?
La vieja miró por encima del hombro.
- Iba siguiéndome -dijo-, pero no habrá encontrado el sendero. -Y volvió a
soltar otra risa.
Las veredas estaban cubiertas de hierbas altas y de flores, de modo que eran
como surcos de pájaros en un lugar eternamente silvestre. Extraña la naturaleza
agreste y vívida de los lugares antiguos de la civilización, un estado agreste
donde no hay desolación.
Julieta miró a su sirvienta con ojos reflexivos.
- ¡Ah, bien! -dijo finalmente-. Déjale que venga.
- ¿Aquí? ¿Ahora? -preguntó Marinina mirando con ojos grises y burlones a
Julieta. Después se encogió de hombros.
- De acuerdo, como quiera. Pero es un sitio raro para él.
Y comenzó a reírse por lo bajo. Después señaló al niño que estaba recogiendo
montones de limones. «Mire qué precioso está el niño. Le encantará verlo. Voy a
traerlo».
- Sí, tráigalo -dijo Julieta.
La anciana volvió a subir la cuesta rápidamente. Mauricio estaba allí entre los
viñedos como perdido, con el rostro grisáceo, con un sombrero de fieltro gris y
un traje gris oscuro. Parecía estar patéticamente fuera de lugar bajo aquel sol
tan espléndido y la gracia del mundo griego antiguo; como un borrón de tinta
sobre la cuesta incandescente.
- ¡Venga! -le dijo Marinina-. ¡Están allí abajo!
Y le llevó hasta la vereda dando zancadas a través de las hierbas. De pronto se
paró en la parte más alta de la cuesta. Las copas de los limoneros lucían
oscuras n la parte baja.
- Tiene usted que bajar hasta allí -le dijo, y él le dio las gracias mirándola
rápidamente.
Era un hombre de unos cuarenta años, afeitado, de rostro pálido, calmoso y muy
tímido. Mantenía sus negocios sin éxitos asombrosos pero con eficacia. No se
fiaba de nadie. La anciana de la Magna Grecia le miró: «Es bueno -se dijo- pero
no es un hombre de veras, pobrecito».
- ¡Allí abajo está la señora! -dijo Marinina señalando hacia abajo como una de
las parcas.
Él dijo de nuevo: «¡Gracias, gracias!», sin expresión alguna, y se adentró
despacio en el sendero. Marinina levantó la cabeza con una alegre perversidad.
Después se encaminó hacia la casa.
Mauricio iba contemplando el camino por entre la maraña de hierbas
mediterráneas Y por eso no vio a su esposa hasta que llegó a una curva ya
bastante próxima a donde estaba ella. Ella estaba de pie y desnuda al lado de
una roca que sobresalía, brillando al sol y con una cálida vida. Sus pechos
parecían elevarse alertas para escuchar, sus muslos parecían oscuros y raudos.
Le lanzó una mirada rápida y nerviosa según se iba acercando como si fuese un
borrón de tinta en el papel secante.
El pobre Mauricio dudó y miró para otra parte. Volvió la cara.
- Hola, Julia -dijo con una tosecita nerviosa-. ¡Espléndido! ¡Espléndido!
Avanzó con la cara hacia otro lado, lanzándole breves miradas mientras que ella
seguía de pie con el satinado brillo del sol en su piel bronceada. De algún
modo no parecía estar tan terriblemente desnuda. Era como si el rosáceo
bronceado del sol la vistiese.
- ¡Hola, Mauricio! -dijo ella retirándose un poco de él-. No te esperaba tan
pronto.
- No -dijo él-. Me las he arreglado para escaparme un poco antes. Y de nuevo
volvió a toser con torpeza.
Permanecieron de pie, bastante alejados el uno del otro y en silencio.
- Allí está el niño -dijo ella señalando hacia la sombra donde un golfillo
desnudo recogía los limones caídos.
El padre lanzó una pequeña sonrisa.
- ¡Ah, sí, allí está! Está hecho un hombrecito -dijo. Estaba como atemorizado
con su espíritu reprimido y nervioso-. ¡Hola, Johnny! -le dijo con debilidad-.
¡Hola, Johnny!
El niño levantó la cabeza, soltando los limones de sus regordetes brazos, pero
no respondió.
- Supongo que deberemos ir por él -dijo Julieta según comenzaba a caminar hacia
el sendero.
Su marido la seguía, mirando el movimiento rápido y rosado de sus caderas, que
ella iba contorsionando en el hueco de su cintura. Estaba aturdido de
admiración pero también de completa pérdida. ¿Qué iba a hacer con él mismo?
Estaba completamente fuera de lugar, con aquel traje gris oscuro y su sombrero
gris claro y el rostro también gris y monástico de un hombre de negocios
tímido.
- Tiene buen aspecto ¿verdad? -dijo Julieta, mientras atravesaban un profundo
mar de flores amarillas bajo los limoneros.
- ¡Sí, claro. Está espléndido! ¡Hola, Johnny! ¿No conoces a papá? ¿No conoces a
papá, Johnny?
Se agachó y le extendió los brazos.
- ¡Limones! -dijo el niño, gorjeando como un pajarillo-. ¡Dos limones!
- ¡Dos limones! --dijo el padre- ¡Montones de limones!
El niño se acercó y le puso un limón en cada mano. Después el niño le dio la
espalda.
- ¡Dos limones! -repitió el padre-. ¡Ven aquí, Johnny! ¡Ven y dile «hola» a
papá!
- ¡Papá se va! -dijo el niño.
- ¿Irme? Bueno, sí, pero hoy no.
Y cogió al niño en brazos.
- ¡Quita la chaqueta! ¡Papá quita la chaqueta! -dijo el niño, apartándose de la
ropa.
- ¡De acuerdo, hijo! ¡Papá se quita la chaqueta!
Se quitó la chaqueta y la colocó a un lado, después volvió a coger al niño en
brazos. La mujer desnuda contemplaba al niño desnudo en los brazos del hombre
en mangas de camisa. El niño le había retirado el sombrero, y Julieta miraba el
lacio pelo gris y negro de su marido, y no estaba fuera de lugar. Era
completamente familiar. Permaneció en silencio durante un rato, mientras que el
padre hablaba con el niño que admiraba a su padre.
- ¿Qué piensas hacer, Mauricio? -dijo ella de pronto.
La miró con rapidez.
- ¿Hacer acerca de qué?
- Acerca de todo. De esto. Yo no puedo regresar.
- Bueno -dudó-. Supongo que no, al menos todavía no.
- Nunca -dijo ella y se hizo un silencio.
- Bueno, pues no sé -dijo él.
- ¿Crees que te puedes venir aquí? -dijo ella.
- Sí. Puedo quedarme un mes. Creo que me las puedo arreglar durante un mes
-dijo dudando.
Después la miró con timidez y escondió la cara de nuevo.
Ella le buscó la cara con la mirada, sus pechos se agitaban con suspiros, como
si una brisa de impaciencia los sacudiera.
- No puedo volver -dijo con lentitud-. No puedo abandonar este sol. Si tú no
puedes venirte aquí...
Ella terminó la frase con una entonación abierta. Él la volvió a mirar,
furtivamente, pero con admiración y confusión.
- ¡No! -dijo él-. ¡Esto te va bien! ¡Estás espléndida! No, no creo que debas
volver.
Pensaba en ella en el piso de Nueva York, pálida, silenciosa, presionándole. Él
era el espíritu de la timidez discreta en las relaciones humanas y la
hostilidad terrible y silenciosa de ella desde que naciera el niño le
atemorizaba profundamente. Porque se había dado cuenta de que ella no podía
evitarlo. Las mujeres eran así. Sus sentimientos habían tomado diferentes direcciones,
incluso contra sus propias voluntades, y era horrible, horrible vivir en la
casa con una mujer así, cuyos sentimientos eran contrarios incluso a ella
misma. Él se había sentido demolido bajo la cruz de su inevitable enemistad.
Ella se había demolido incluso a sí misma y también al niño. No, cualquier cosa
menos eso.
- Pero ¿y tú? -preguntó ella.
- ¿Yo? Ah, bueno. Yo puedo continuar con los negocios y venir aquí a pasar las
vacaciones, puedes quedarte el tiempo que quieras -Miró entonces hacia el suelo
y después levantó la cabeza para mirarla a ella con un tono de súplica en sus
preocupados ojos.
- ¿Incluso para siempre?
- Bueno, sí, si eso es lo que deseas. Aunque para siempre es mucho tiempo.
Ahora no vamos a poner una fecha.
- ¿Y puedo hacer lo que quiera? -y le miró fijamente a los ojos como
desafiándole. Y él no tenía ningún poder frente a su desnudez rosácea y curtida
por el viento.
- Bueno, sí. Supongo. Mientras que no seáis infelices ni tú ni el niño.
De nuevo la miró con un gesto de ruego preocupado, pensando en el niño pero
rogando por él.
- No lo seremos -dijo ella con diligencia.
- No -dijo él-. No, no creo que seáis infelices.
Hubo entonces una pausa. Las campanas del pueblo daban con precipitación las
campanadas de mediodía. Y eso significaba la hora de comer.
Ella se deslizó por su quimono gris de crepé, y se ató a la cintura un ancho
cinturón verde.
Después le introdujo al niño una camiseta azul por la cabeza, y se fueron hacia
la casa.
Sentados a la mesa observaba a su marido, su rostro gris y urbano, su canoso
pelo, sus modales tan correctos y su completa moderación al beber y comer. De
vez en cuando él la miraba a ella, furtivamente, bajo sus negras pestañas.
Tenía los ojos de un dorado grisáceo, como de animal que ha sido capturado demasiado
joven y ha sido criado en completa cautividad.
Salieron a tomar el café a la terraza. Abajo, más allá, por la cuesta del
acantilado, se veía a un campesino y su esposa, sentados bajo un almendro,
cerca del trigo verde, tomando el almuerzo extendido sobre un mantel en el
suelo. Había una gran hogaza de pan y vasos con el vino tinto.
Julieta colocó a su esposo de espaldas a este paisaje; ella se sentó de frente.
Entre otras cosas porque en el momento en que ella y Mauricio habían salido a
la terraza, el campesino la había mirado a ella con fijeza.
V
Ella le conocía perfectamente. Él era bastante corpulento, un individuo fuerte
de unos treinta y cinco años y daba continuos bocados al pan. Su esposa era
delgada, de tez oscura, elegante, triste. No tenían hijos. Esto era todo lo que
Julieta sabía.
El campesino trabajaba solo en la finca de enfrente. Siempre llevaba la ropa
muy limpia y cuidada, pantalones blancos y camisetas de colores, y un sombrero
de paja. Tanto su esposa como él tenían ese aire de tranquila superioridad que
pertenece a los individuos, no a su clase.
Su atractivo radicaba en su vitalidad, una veloz energía que le daba un gran
encanto a sus movimientos, aunque era robusto y fuerte. Durante los primeros
días antes de que ella tomase el sol, Julieta se lo había encontrado entre las
rocas cuando había trepado hasta allí. Él había sabido de ella antes de que
ella le viese, por eso, cuando le miró, él se quitó el sombrero mirándola con
timidez y orgullo con sus grandes ojos azules. Su rostro era ancho, quemado por
el sol, tenía un bigote recortado y castaño, cejas anchas, casi tan espesas
como el propio bigote, juntas bajo la frente ancha.
- ¡Oh! -dijo ella-. ¿Puedo pasar por aquí?
- Por supuesto -respondió él con esa prisa cálida que caracterizaba su
movimiento-. A mi patrón no le importa que usted pase por sus tierras cuando
quiera.
Y echó la cabeza hacia atrás con la rápida, vívida y tímida generosidad de su
naturaleza. Se fue inmediatamente. Pero instantáneamente ella había reconocido
la violenta generosidad de su sangre y su violenta timidez.
Desde entonces ella le veía en la lejanía cada día, y se dio cuenta de que era
una persona autosuficiente, como un animal rápido, y se dio cuenta de que su
esposa lo amaba intensamente con unos celos que casi eran odio; porque,
probablemente, él deseaba pararse un rato...
Un día, cuando un grupo de campesinos estaban sentados bajo un árbol, le vio
bailar ágil y alegre con un niño: su esposa le miraba taciturna.
Gradualmente Julieta, y él habían llegado a intimar en la distancia. Ambos eran
conscientes el uno del otro. Ella sabía, por la mañana, el momento en que
llegaba con su burro. Y en el momento en el que ella aparecía en la terraza él
se volvía a mirarla. Pero nunca se saludaban.
Ella incluso le echaba de menos cuando no iba a trabajar a la finca.
Un día por la mañana que había estado paseando desnuda, por entre el
acantilado, se había tropezado con él cuando él se estaba agachando, y con sus
poderosos hombros iba cargando la leña que recogía y llevaba hasta el burro. Él
la vio cuando levantó el acalorado rostro, y ella iba de retirada. Una llama
atravesó sus ojos, y una llama se le encendió a ella en el cuerpo, fundiéndole
los huesos. Pero la mujer retrocedió silenciosa por entre los arbustos y se fue
por donde había venido. Y ella se preguntaba con un cierto resentimiento por
ese extraño silencio en el que él trabajaba, escondido por entre los
matorrales. Tenía esa facultad de los animales salvajes.
Desde entonces existía un dolor firme de consciencia en el cuerpo de ambos,
aunque ninguno de los dos lo admitiría, y ninguno de los dos mostrase ningún
signo de reconocimiento. Sin embargo la esposa de él era instintivamente
consciente.
Y Julieta había pensado: ¿Por qué no puedo ver a ese hombre y criar a su hijo?
¿Por qué tendría que identificar mi vida con la vida de él? ¿Por qué no estar
con él durante una hora, o tanto como dure el deseo? Ya hay entre nosotros una
chispa.
Pero no mostró nunca ni un solo indicio. Y ahora le veía mirar hacia arriba
desde donde estaba sentado con su ropa blanca, frente a su esposa vestida de
negro, mirando a Mauricio.
La esposa se volvió y miró también, taciturna.
Julieta sintió el rencor apoderarse de ella. Tendría que soportar de nuevo al
hijo de Mauricio.
Lo había visto en los ojos de su marido. Y lo supo desde su respuesta, cuando
había hablado con él.
- ¿Vendrás a tomar el sol también desnudo? -le preguntó.
- Bueno, sí. Si que me gustaría mientras estoy aquí. Supongo que no nos ven.
Había un cierto brillo en sus ojos, un desesperado tipo de coraje nacido del
deseo, y miró la prominencia elevada de sus pechos bajo la bata. Porque él era
un hombre que también se enfrentaba a mundo y su deseo masculino no había sido
satisfecho. Se atrevería a ir a tomar el sol, incluso aunque hiciese el
ridículo.
Pero él olía el mundo, y todas sus cadenas y sus cobardes perrunas. Él estaba
marcado con la marca que no era la marca de contraste.
Madura ahora, y toda bronceada por el sol, y con un corazón como una rosa
caída, ella había deseado ir hacia el ardiente y tímido campesino y parir a su
hijo. Sus sentimientos se le habían ido cayendo como pétalos. Había visto la
sangre roja en su quemado rostro, el ardor en sus ojos azules y sureños, y su
respuesta había sido un borbotón de fuego. Él habría sido un fecundo baño de
sol para ella, y lo deseaba.
Sin embargo su próximo hijo sería de Mauricio. La fatal cadena de la
continuidad haría que así fuese.
Vamos con los otros fragmentos prometidos, un par de
publicaciones atrás, cuando dejamos algunos segmentos recogidos por Don Alfonso
Reyes en el prólogo a las Reflexiones de Burckhardt. Como dijera en esa ocasión,
es un libro que no amerita de mayor presentación, gracias al memorable prólogo de
Reyes y porque Burckhardt se ha ganado, con la fuerza de su expresión humanista,
un lugar bien ganado, como pensador del devenir de la civilización humana. En
esta ocasión dejamos los memorables párrafos de Burckhardt sobre el valor de la
poesía para la vida humana, sobre cómo sirve ella de insustituible apunte para
la memoria del hombre.
Agregamos “La cuádruple Siracusa”, la muy amena charla de Antonio Alvar, del ciclo
“Ciudades de la antigüedad mediterránea”. Otro de los
maravillosos contenidos de la Fundación Juan March. En mis pesquisas sobre el
memorable Arquímedes he dado con esta maravillosa disertación. Y luego agregamos un hermoso registro de música renacentista.
Salud!
lacl
Reflexiones
Sobre La Historia Universal, de Jacob Burckhardt. Fondo de Cultura Económica,
México, 1948. Trad. Alfonso Reyes
4.
Sobre la poesía (Pág.
116 y siguientes)
El conflicto de prelación entre la
historia y la poesía ha sido definitivamente resuelto por Schopenhauer. (39)La poesía aporta más que la historia al conocimiento de lo
que es la humanidad. Ya Aristóteles lo había dicho: “la poesía es algo más
filosófico y más profundo que la historia”. La razón de esto está en que la
capacidad a que responde la poesía es de por sí mucho más alta que la del mejor
historiador, del mismo modo que la influencia que aquella está llamada a tener
supera también con mucho a la que está llamada a tener la historia.
Además, la historia tiene en la poesía una de sus fuentes
más importantes y una de las más puras y más hermosas.
La historia tiene que agradecerle a la poesía, en primer
lugar, el conocimiento de lo que es la humanidad en general y, en segundo
lugar, los ricos elementos que le da para poder comprender las épocas y las
naciones. La poesía es, para el historiador, la imagen de lo que en cada
momento hay de eterno en los pueblos, visto en todos sus aspectos; imagen que
es no pocas veces lo único que se conserva y lo que en mejor estado llega a
nosotros.
Examinemos en primer término la poesía fijándonos en la
posición exterior que ocupa en las distintas épocas, en los distintos pueblos y
en las distintas capas sociales, desde estos dos puntos de vista: ¿quién canta
o escribe y para quién? ¿Cuál es su materia y cuál es su espíritu?
La poesía como órgano de la religión.
La poesía reviste, en primer lugar, una importancia suma
como órgano de la religión. Los himnos no sólo glorifican a los dioses, sino
que indican un determinado grado del culto, un determinado nivel del
sacerdocio, lo mismo los himnos de los arios en el Indus que los salmos, los
himnos de los antiguos cristianos y de la Edad Media o los cánticos religiosos
de los protestantes, considerados principalmente como supremo testimonio
religioso del siglo xvii.
Una de las manifestaciones más libres y más importantes de
todo el Oriente antiguo es el profeta hebreo y su exhortación teocrático-política.
El teogónico griego (Hesíodo) representa el momento en que
la nación reclama y obtiene una síntesis de sus mitos inmensamente ricos.
La Voluspa (palabras de la vole, o sea revelación del
oráculo de la pitonisa) constituye un formidable testimonio del canto
mitológico de los escandinavos, que comprende, además de los otros mitos, el
del fin del mundo y el del nacimiento de una nueva tierra. También son
extraordinariamente ricos en mitos, en figuras y en una nomenclatura
interminable los cantos mitológicos posteriores. La imagen del mundo terrenal y
superterrenal, mezclado a su vez con elementos teogónicos, aparece reflejado en
la más peculiar de las fantasías; (40)el tono es intencionadamente
enigmático, es el auténtico tono de tos visionarios.
Luego vienen la epopeya y sus cantores.
La epopeya suple a toda la historia y a una buena parte de la revelación como
manifestación de vida nacional y testimonio de primer rango de la necesidad y
capacidad de un pueblo para contemplarse y expresarse a sí mismo típicamente.
Los cantores en quienes vive en el más alto grado esta capacidad, son grandes
hombres.
El valor de la epopeya cambia
radicalmente a partir del momento en que la época empieza a ser literaria, en
que la poesía se convierte en un género literario y en que lo que antes era
recitación popular se toma lección de cátedra. Y, sobre todo, cuando se levanta
el muro divisionario entre las gentes de alta cultura y los incultos. Hay que
asombrarse extraordinariamente de que, con todo esto, Virgilio pudiese llegar a
alcanzar un rango tan elevado, a dominar toda la posteridad y a convertirse en
una figura mítica.
La línea de sucesión que va desde la
vida del rapsoda épico hasta el novelista de nuestros días, es algo
verdaderamente formidable.
La lírica
La Urica antigua se nos presenta en las
más diversas actitudes ante el mundo: como lírica colectiva al servicio de las
religiones, como arte sociable al servicio del simposio, luego (en Píndaro)
como cantora de las victorias agonales y, coexistiendo con ésta, como lírica
subjetiva (en los cólicos), hasta que al llegar a los alejandrinos la lírica se
trueca en un género literario, nota que predomina también en la lírica y la
elegía romanas.
En la Edad Media la lírica se convierte
en una manifestación esencial de vida de la gran nobleza cosmopolita; los
franceses del mediodía, los franceses del norte, los alemanes y los italianos,
la manejan de manera semejante, y el modo como la lírica recorre los palacios
constituye ya de por sí un hecho importantísimo en la historia de la cultura.
En los maestros cantores se acusa más
tarde la tendencia a cultivar la poesía durante todo el tiempo que sea posible
de un modo escolar y objetivo. Hasta que, por último, se opera — al lado de una
poesía popular que sigue existiendo siempre y en la que lo objetivo se hace
pasar en apariencia por lo subjetivo— la emancipación total de la lírica
subjetiva en el sentido moderno, unida a la libertad diletantística de la forma
y guardan- do una relación nueva con la música; entre los italianos esta
modalidad se cultiva además artificiosamente bajo el cuidado de las academias.
Del drama es mejor que tratemos más
adelante. El destino de la moderna poesía en general es su consciente relación
histórico-literaria con la poesía de todos los tiempos y de todos los pueblos,
frente a la cual aparece como una imitación o como un eco. Por lo que se
refiere a los poetas, merecería la pena indudablemente estudiar la personalidad
del poeta en el mundo y su enorme y distinta importancia desde Homero hasta
nuestros días.
Materia y espíritu de la poesía: la
épica.
Fijándonos ahora en la poesía con
arreglo a su materia y a su espíritu, nos encontramos en primer término con el
siguiente resultado: la poesía es, no pocas veces, la única forma de
comunicación, razón por la cual puede hablarse incluso de una poesía no libre;
es de por sí la historia más antigua, y los mitos de los pueblos llegan a
nosotros casi siempre, todos ellos, en forma poética y como poesía; bajo su
forma de poesía gnómica, didáctica, es asimismo el vehículo más antiguo de la
ética, y en los himnos glorifica directamente la religión; finalmente, como
lírica expresa directamente lo que los hombres de los distintos tiempos
consideraron grande, digno, magnífico, espantoso.
Y ahora sobreviene la gran crisis
dentro de la poesía: en los periodos primitivos la materia y la rigurosa forma
necesaria aparecen estrechamente enlazadas; toda la poesía forma entonces una
sola revelación religiosa-nacional; el espíritu de los pueblos parece hablamos
directa y objetivamente, razón por la cual Herder ha podido caracterizar
exactamente la posición de las canciones y las baladas populares con la frase
de "voces de los pueblos en canciones"; el estilo aparece como algo
dado, en que se mezclan inseparablemente el contenido y la forma.
Luego viene, en todos los pueblos de
alta cultura cuya literatura ha llegado a nosotros con cierta integridad, al
llegar a una cierta fase de evolución — entre los griegos podríamos decir que
es Píndaro el que señala la línea divisoria—, el viraje de la poesía de lo
necesario a lo caprichoso, de lo popular general a lo individual, de la escasez
de tipos a lo infinitamente múltiple.
A partir de este momento los poetas son
testimonios de su nación y de su tiempo en un sentido completamente distinto
que antes; ya no revelan el espíritu objetivo de su época y de su pueblo, sino
su propia subjetividad, la cual se presenta no pocas veces en la oposición; no
obstante, constituyen testimonios de la historia de la cultura tan valiosos
como los anteriores, aunque desde otro punto de vista.
Esto que decimos se revela
principalmente en la libre opción y también, a veces, en la libre creación de
la materia. Antes era más bien la materia la que elegía al poeta, el hierro
atraía en cierto modo al hombre; ahora es a la inversa.
La infiltración de la leyenda de Arturo
en toda la épica de la nobleza poética occidental tiene desde este punto de
vista una gran importancia histórica, pues a su lado pasa relativamente a
segundo plano y se sume en la oscuridad toda la antigua leyenda popular de los
alemanes y la leyenda carolingia de los galos. Quedó el estilo, pero huyó del
tema la distinta nacionalidad. Entre estas poesías del ciclo de Arturo surge el
Parsifal alemán.
En adelante será uno de los testimonios
más importantes de cada siglo, de cada nación, lo que los pueblos pidan que se
lea, se recite o se cante.
El ciclo de las antiguas leyendas
germánicas, el ciclo carolingio y el ciclo de Arturo pasaron por múltiples
vicisitudes en la poesía y en la novela en prosa de franceses, alemanes e
italianos; hasta cierto punto se mantuvo también, al lado de ellas, la leyenda
y al mismo tiempo hay que registrar la aparición y a ratos el predominio de los
fablianx, tales, chanzas y relatos, la difusión de las fábulas de animales,
etc. El cuento adquiere una especial importancia para la historia de la cultura
en el Oriente moderno. Finalmente, el ciclo carolingio presenta una elaboración
estilística completamente nueva en los grandes italianos (Boyardo, Ariosto);
aquí nos encontramos con la tendencia a seguir urdiendo la materia de un modo
casi totalmente libre y bajo una forma clásica.
Luego la épica desemboca en la novela,
lo que nos ayuda a caracterizar toda una época según el grado de su predominio,
según su contenido y según el carácter del círculo de lectores. La novela es,
esencialmente, la poesía destinada a la lectura individual. Es el único género
con que se acumula el hambre cuantitativa de temas constantemente nuevos. Es
tal vez la única forma en que la poesía puede acercarse a la gran masa de
lectores a la que aspira, por ser la imagen más extensa de la vida con un
enlace constante con la realidad, que es lo que hoy llamamos realismo. Con
estas cualidades la novela encuentra incluso un público internacional de
lectores; un país solo no basta para abastecer a lectores sobreexcitados. De
aquí el intercambio (muy desigual ciertamente) de novelas que existe entre
Francia, Alemania, Inglaterra y Norteamérica.
(39). El mundo como voluntad y como representación, t. i,
pp, 288 ss.; t. ii, p. 499.
(40) Recuérdese el
Grimnismal y el Vafthrudnismal. En el segundo, Odin, que se hace pasar por
Gangradr, y el gigante Vafthrudnir, se examinan mutuamente acerca de los
misterios mitológicos y teogónicos. Por último, el gigante sabe que Odin le
matará.
La cuádruple Siracusa
“La cuádruple Siracusa”, charla de Antonio Alvar, del ciclo
“Ciudades de la antigüedad mediterránea”. 6 de febrero de 2018. Otro de los
maravillosos contenidos de la Fundación Juan March. En mis pesquisas sobre el memorable Arquímedes
he dado con esta maravillosa disertación.