viernes, 29 de febrero de 2008

Letras contra Letras - Y la luna pudo detenerse al fin. / Proyecto Omega, Enrique Morente: La Aurora - Billie Holiday: Fine and mellows

.
 
.
Letras contra Letras
Y la luna pudo detenerse al fin

El poema de García Lorca que reproduzco más abajo, Crucifixión, texto de cierre de Poeta en Nueva York, es uno de aquellos que considero fundamentales en la poesía moderna, si se nos permite todavía el considerar la primera mitad del siglo XX como parte de la modernidad. Es claro que para el sensato historiador, tal afirmación debería lucir como una perogrullada; me refiero a aquel historiador que aborda el devenir de la civilización con la sensibilidad del humanismo y que observa los períodos de ese devenir desde una perspectiva más amplia y distante que la del común observador. Pero tal parece que la noción de tiempo hubiera sido malversada o escamoteada en el presente por la tesis de un vulgo que no fue impuesta desde el vulgo; serían, más bien, premisas de falsedad, corrientes de expresión pergeñadas en minoritarios cenáculos en los que se da por sentado que lo moderno ha nacido, apenas, esta mañana, que el futuro está en nuestras manos, que los seres humanos podemos conquistar el universo, que nada puede detener nuestro progreso y que tal progreso se apoya en un atesoramiento de propiedades (materiales o virtuales), mientras el alma queda cada vez más desprotegida y vacía de silencio y contemplación, cada vez más desligada de su esencia. Al hombre de hoy le resulta más cómodo el comprar peroratas de frivolidad que mirarse al espejo y dar cuenta de los pliegues de su interioridad. Y nada ayuda más a los impostores que el escudarse tras juiciosas conjeturas cientificistas para empinar una miope visión de mundo.

Cierta vez tuve el arrojo de inscribirme en un curso semestral de teoría literaria en el que se pretendía consumar el análisis de un poema, desde diversas perspectivas críticas: estructuralistas, sociológicas, psicológicas y vaya usted a saber qué otra iluminadora rama de las ciencias. No puedo negar el hastío que siempre me han producido ciertos taxidermistas de la literatura, los que jamás han logrado leerse un poema o una novela, si no es a la luz de alguna sesuda, aherrojada y preconceptualizada teoría. Leen La Montaña Mágica, por ejemplo, pensando en justificar la disección retórica esbozada por algún erudito que exhibe más credenciales que medallas un general de tres soles. ¡Vaya tedio el tener que pasar por ese embudo de mentiras juntadas con una sapiencia huera de sentido! Como tales cursos eran obligatorios y yo le había estado dando largas al asunto, me dije: - Bueno, al menos, puedo elegir el poema que me apetezca abordar. Opté por Crucifixión del Poeta en Nueva York. Es un poema irrevocable (aunque suene fuerte la expresión) que

roza lo escatológico del humano devenir, al desnudar nuestras falencias. Pero debo decir que el curso fue, a su vez, un irrevocable fiasco, caracterizado por la falta de seriedad, tanto de la profesora que tenía la responsabilidad de impartirlo, como de buena parte de los alumnos, pues cada dos semanas despachaban a la papelera al autor cuya perspectiva crítica se pretendía aplicar (palabra en boga entre los taxidermistas de la hora) al texto elegido por cada uno de los cursantes. La prisa, eso no estaba escrito en el programa, era componente esencialísimo del plan de estudio. A pesar de que, como he dicho en otra parte, jamás he sido cultor de adoctrinadores criticismos, me tomé el trabajo de tratar de traducir lo que el señor A. J. Greimás quiso plasmar con su tesis estructuralista. Y había yo llenado buena parte de mi cuaderno con consideraciones en torno al poema de García Lorca (probablemente de una manera un tanto más libérrima de lo que el señor Greimás hubiera deseado) cuando, a la usanza de una prueba de primaria, la maestra dice: “¡Stop! Dejen eso, que ahora vanos con el autor Fulano”. Y todos, excepto yo, muy sumisa y animadamente cerraron sus notas y apuntes para comenzar a construir no sé qué novísima tesis sobre arenas movedizas. Yo hice caso omiso y seguí “trabajando” mi poema desde la cuadriculada óptica de Greimás, emulando aquella virtud escurridiza que tanto se predica en el presente, como lo es el culto al esfuerzo, a costa de que, como colofón, obtengamos no pocas veces un castigo muy parecido al de Sísifo, aquel titán condenado a subir hasta el fin de los tiempos, una y otra vez, una roca hasta la cúspide de una montaña. Así pues, bastaron dos o tres semanas para corroborar que me era totalmente imposible ocupar un asiento en esa sala signada por la mendicidad espiritual. ¿Cómo iba a comentarle a profesora o a alumnos que, años antes, leyendo al Poeta en Nueva York había gozado (y padecido) una experiencia extática? ¿Cómo referirles que estando tendido en mi cama, tales poemas habían elevado mi alma hasta cruzar el techo de mi cuarto? Literalmente, traspasé las capas de pintura, la sólida mezclilla de arena, piedra y cemento, seguí de largo y me topé con el cielo. No estaba borracho ni drogado. Estaba tomado por la musa que dictaba el canto. Lo he dicho antes, un poeta es muy poco dueño de sus poemas. Los poemas no son de nadie porque son de todos, sin que prive sentido alguno de terráquea pertenencia. Un poema hace nido en aquel pecho cuya esponjosa porosidad le permite entrar en un estado de comunión con el afuera, sea el de la hormiga que en su camino rodea la suela de tu zapato o el del firmamento que noche tras noche emite su canto silencioso. El poema nos adivina y en él nos sumergimos. La magia sigue siendo -a expensas del “progress” y a pesar de los pesares- médula espinal de la poesía. Magia, vuelo, extrañamiento y otredad. No son ínfulas de emular al Paz de El arco y la lira: ¿quién puede negar que un atributo de la poesía sea el secuestrarnos el alma, para bien o para mal? Sin embargo, en muchas de las escuelas de literatura (y de las artes, en general) se predica un rotundo no, ante la dimensión sensitiva de la experiencia creadora. Y se reparten batas de laboratorio y utensilios de disección a los principiantes, mientras se les conmina a entrar a la casa del saber. Se les enseña a embalsamar todo aquello que caiga en sus ávidas manos y que no sea susceptible de un indubitable discernimiento. Todo hay que rotularlo, clasificarlo, sopesarlo, extraerle primero la sangre y luego el sentido y, finalmente, almacenarlo en cámaras mortuorias. Y pocos se percatan de que nuestros sentidos o que intuición, inspiración y comunión son fuerzas vitales que viajan mucho más allá del intelecto. ¿Me habrían comprendido, profesora y condiscípulos, si les hubiera referido mi experiencia o endosado mis consideraciones? Sinceramente, creo que se habrían reído, mientras me tildaban de lunático, sin percatarse de que, al hacerlo, me declaraban amante de Selene, cultor de la Musa o crío de poeta. Pero entre gente seria no había tiempo para esas estupideces, pues la tónica del momento -costumbre que supongo seguirá en boga en ciertos círculos de afanosos de la literatura- era manejar (otro bruñido vocablo de los taxidermistas) un discurso acorde a las exactas ciencias de la retórica.




Además de Crucifixión, añado otros tres conmovedores poemas de aquel Poeta en Nueva York, libro cuyo manuscrito original fue rescatado recientemente de las sombras, luego de largas décadas de letargo. Hubo quienes pusieron en duda la honestidad del poeta Pepe Bergamín, custodio de este manuscrito, y sembraron la especie de que el libro había sido retocado en demasía por su mano. Al parecer, la justicia poética, ha venido a salvarles la honra a este par de andaluces.



El video que agregamos, se apoya en uno de los poemas de García Lorca reproducidos en esta entrega (La aurora) y es responsabilidad del señor Pablo Burgos, con banda sonora de Proyecto Omega.


Como buen andaluz, García Lorca quedó impactado por el jazz, así que -a modo de complemento- agregamos un hermoso documento en el que la inimitable Billie Holiday coquetea con instrumentos de viento…

lacl


CRUCIFIXIÓN

La luna pudo detenerse al fin por la curva blanquísima de los caballos.
Un rayo de luz violeta que se escapaba de la herida
proyectó en el cielo el instante de la circuncisión de un niño muerto.

La sangre bajaba por el monte y los ángeles la buscaban,
pero los cálices eran de viento y al fin llenaba los zapatos.
Cojos perros fumaban sus pipas y un olor de cuero caliente
ponía grises los labios redondos de los que vomitaban en las esquinas.
Y llegaban largos alaridos por el Sur de la noche seca.
Era que la luna quemaba con sus bujías el falo de los caballos.
Un sastre especialista en púrpura había encerrado a tres santas mujeres
y les enseñaba una calavera por los vidrios de la ventana.
Las tres en el arrabal rodeaban a un camello blanco,
que lloraba porque al alba
tenía que pasar sin remedio por el ojo de una aguja.
¡Oh cruz! ¡Oh clavos! ¡Oh espina!
¡Oh espina clavada en el hueso hasta que se oxíden los planetas!
Como nadie volvía la cabeza, el cielo pudo desnudarse.
Entonces se oyó la gran voz y los fariseos dijeron:
Esa maldita vaca tiene las tetas llenas de leche.
La muchedumbre cerraba las puertas
y la lluvia bajaba por las calles decidida a mojar el corazón
mientras la tarde se puso turbia de latidos y leñadores
y la oscura ciudad agonizaba bajo el martillo de los carpinteros.

Esa maldita vaca
tiene las tetas llenas de perdigones,
dijeron los fariseos.
Pero la sangre mojó sus pies y los espíritus inmundos
estrellaban ampollas de laguna sobre las paredes del templo.
Se supo el momento preciso de la salvación de nuestra vida.
Porque la luna lavó con agua
las quemaduras de los caballos
y no la niña viva que callaron en la arena.
Entonces salieron los fríos cantando sus canciones
y las ranas encendieron sus lumbres en la doble orilla del rio.
Esa maldita vaca, maldita, maldita, maldita
no nos dejará dormir, dijeron los fariseos,
y se alejaron a sus casas por el tumulto de la calle
dando empujones a los borrachos y escupiendo sal de los sacrificios
mientras la sangre los seguía con un balido de cordero.

Fue entonces
y la tierra despertó arrojando temblorosos ríos de polilla.


New York Oficina y denuncia


A Fernando Vela

Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
Un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Existen las montañas, lo sé.
Y los anteojos para la sabiduría,
Lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.
Yo he venido para ver la turbia sangre,
la sangre que lleva las máquinas a las cataratas
y el espíritu a la lengua de la cobra.
Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre,
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.
Los patos y las palomas
y los cerdos y los corderos
ponen sus gotas de sangre
debajo de las multiplicaciones;
y los terribles alaridos de las vacas estrujadas
llenan de dolor el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
Yo denuncio a toda la gente
que ignora la otra mitad,
la mitad irredimible
que levanta sus montes de cemento
donde laten los corazones
de los animalitos que se olvidan
y donde caeremos todos
en la última fiesta de los taladros.
Os escupo en la cara.
La otra mitad me escucha
devorando, orinando, volando en su pureza
como los niños en las porterías
que llevan frágiles palitos
a los huecos donde se oxidan
las antenas de los insectos.
No es el infierno, es la calle.
No es la muerte, es la tienda de frutas.
Hay un mundo de ríos quebrados
y distancias inasibles
en la patita de ese gato
quebrada por el automóvil,
y yo oigo el canto de la lombriz
en el corazón de muchas niñas.
Óxido, fermento, tierra estremecida.
Tierra tú mismo que nadas
por los números de la oficina.
¿Qué voy a hacer?, ¿ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera
y bocanadas de sangre?
San Ignacio de Loyola
asesinó un pequeño conejo
y todavía sus labios gimen
por las torres de las iglesias.
No, no, no, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura
de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido
por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.


La aurora

La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean en las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.


Cementerio judío


Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos
y el judío empujó la verja con el pudor helado del interior de la lechuga.

Los niños de Cristo dormían,
y el agua era una paloma,
y la madera era una garza,
y el plomo era un colibrí,
y aun las vivas prisiones de fuego
estaban consoladas por el salto de la langosta.

Los niños de Cristo bogaban y los judíos llenaban los muros
con un solo corazón de paloma
por el que todos querían escapar.
Las niñas de Cristo cantaban y las judías miraban la muerte
con un solo ojo de faisán,
vidriado por la angustia de un millón de paisajes.

Los médicos ponen en el níquel sus tijeras y guantes de goma
cuando los cadáveres sienten en los pies
la terrible claridad de otra luna enterrada.
Pequeños dolores ilesos se acercan a los hospitales
y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día.

Las arquitecturas de escarcha,
las liras y gemidos que se escapan de las hojas diminutas
en otoño, mojando las últimas vertientes,
se apagaban en el negro de los sombreros de copa.

La hierba celeste y sola de la que huye con miedo el rocío
y las blancas entradas de mármol que conducen al aire duro
mostraban su silencio roto por las huellas dormidas de los zapatos.

El judío empujó la verja;
pero el judío no era un puerto
y las barcas de nieve se agolparon
por las escalerillas de su corazón:
las barcas de nieve que acechan
un hombre de agua que las ahogue,
las barcas de los cementerios
que a veces dejan ciegos a los visitantes.

Los niños de Cristo dormían
y el judío ocupó su litera.
Tres mil judíos lloraban en el espanto de las galerías
porque reunían entre todos con esfuerzo media paloma,
porque uno tenía la rueda de un reloj
y otro un botín con orugas parlantes
y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas
y otro la uña de un ruiseñor que estaba vivo;
y porque la media paloma gemía,
derramando una sangre que no era la suya.

Las alegres fiebres bailaban por las cúpulas humedecidas
y la luna copiaba en su mármol
nombres viejos y cintas ajadas.
Llegó la gente que come por detrás de las yertas columnas
y los asnos de blancos dientes,
con los especialistas de las articulaciones.
Verdes girasoles temblaban
por los páramos del crepúsculo
y todo el cementerio era una queja
de bocas de cartón y trapo seco.
Ya los niños de Cristo se dormían
cuando el judío, apretando los ojos,
se cortó las manos en silencio
al escuchar los primeros gemidos.









La aurora






Billie Holiday Fine And Mellow -1957, Billie Holiday With Coleman Hawkins, Lester Young, Ben Webster, Gerry Mulligan, Vic Dickenson, Roy Eldridge.Luxury


https://www.youtube.com/watch?v=TaPIyo51cr4